Rectores y Ayotzinapa /
Por Hugo Aboites*
En 1968 el rector Barros Sierra marchó por la avenida Insurgentes de la ciudad de México en defensa de la UNAM y, con eso, desafió al presidente Díaz Ordaz. Posteriormente, sin embargo, los rectores sólo excepcionalmente llegaron a adoptar una posición crítica, de abierta defensa de su institución o solidaria con una causa social importante. En no pocas ocasiones, hasta se manifestaron en contra. Pero sobre todo, guardaron silencio. En el 68 ningún otro rector quiso o pudo cuestionar la muerte de cientos de estudiantes en Tlaltelolco. Pero con Ayotzinapa, en 2014, uno tras otro, los rectores están comenzando a hablar.
Muchos por voluntad propia, otros por exigencia de sus comunidades, pero se están sumando al apoyo a Ayotzinapa. En la Universidad Veracruzana, la rectora externó su solidaridad; en Sinaloa, el rector encabezó una marcha y, por los asesinados, colgó un listón negro en la puerta de la universidad, y en la UPN ciudad de México también el rector hizo un pronunciamiento público. La Anuies se ha manifestado, pero también lo han hecho rectores de universidades como la del estado de México, la de Morelos, la Unisur, la Iberoamericana, la UAM-Azcapotzalco y la UACM ( La Jornada, 7 y 8/11/2014).
El despertar de los rectores es señal de un cambio de época. Si lo fue en el 68, más ahora. En aquel entonces, los estudiantes se enfrentaron a un Estado autoritario, y con eso el país se transformó, cientos de miles pudieron ir a la universiad. En 2014, la confrontación es más profunda; el dolor y la indignación, auténtica y humana, la de los más pobres, encara a un Estado cada vez más asentado sobre la corrupción, la convergencia con los intereses de grandes empresarios y la industria de la droga, la violencia, los discursos vacíos, los acuerdos innombrables, la falta generalizada de ética. Es este un encuentro frontal entre la descomposición y la muerte, por un lado, y por otro, la ética de la vida y de la urgente necesidad de transformarlo todo. En esta confrontación, la universidad puede jugar un papel clave. Sus rasgos de autonomía, conocimiento, espacio de jóvenes, la hacen estratégica. Desde ella es más fácil manifestar –desde el seno mismo de la sociedad y con independencia del Estado– una visión distinta y más cercana a lo que realmente está ocurriendo. Y esto le da a las posturas éticas un fundamento que difícilmente pueden ofrecer otros ámbitos sociales, atados como están a la rueda de molino que es el Estado actual. Sobre todo porque el sector educativo, en general, y el universitario en particular, tiende a responder a los desafíos de la realidad de manera casi instintiva con ejercicios de reflexión: foros, documentos, artículos, libros, debates y pronunciamientos. Y también, con una importante capacidad de solidaridad y movilización.
Las universidades han sido y continúan siendo un referente social porque se mueven en torno a una alta expresión humana, el conocimiento; tienen la posibilidad de ensayar ejercicios muy distintos del poder y tienen una fuerte vocación ética, de libertad y tolerancia. Por eso, en el actual contexto de radical interpelación al Estado, el silencio de comunidades y autoridades universitarias niega de manera radical y profunda el sentido mismo de universidad. Rehúye también la responsabilidad social que tiene porque su existencia y autonomía es fruto de luchas y sacrificios, como también lo es su independencia y el derecho a pronunciarse crítica y fundadamente frente a la nación. Cuando el propio gobierno en cadena nacional admite que fueron fuerzas del Estado las que entregaron a 43 jóvenes estudiantes a un eficiente escuadrón de la muerte, una suerte de paramilitares, y la universidad permanece silenciosa, falta a su obligación de fortalecer lo que deben ser los acuerdos constitutivos de una nación, la preservación de derechos humanos básicos. Cuando calla, abandona el papel de espacio crítico que tiene y rompe con su propia legalidad: sus leyes hablan del compromiso de responder a los grandes problemas y desafíos de la nación. Pero niega, además, el derecho y obligación que tienen comunidades y autoridades universitarias a pronunciarse por la defensa de sus propias instituciones y, sobre todo, de la educación pública civilizatoria. Si no, todas las instituciones están en riesgo.
Más allá de su propia seguridad, las autoridades y comunidades universitarias deben fortalecer la voluntad (y la necesidad) que muchos sienten cada vez más de dar paso a un cambio de época. La crisis hace más fácil demostrar la urgencia de establecer una nueva relación –ya no de subordinación– con el Estado; otra manera de llegar al poder y ejercerlo, de garantizar la seguridad de todos; otro modo de plantear la economía en el campo y la ciudad, otras relaciones entre clases y culturas y el medio ambiente y, una vez más, la educación. Si no se quiere seguir avanzando hacia la descomposición, en todos estos ámbitos toca hacer cambios inmediatos, pequeños tal vez pero significativos. En la educación, evidentemente, y por poner sólo un ejemplo, la autonomía plena para el IPN. Y, por supuesto, y sobre todo, conseguir cuanto antes verdad y justicia para Ayotzinapa.
* Rector UACM