Rectores, gratuidad y autonomía

Octavio Rodríguez Araujo

Cuando José Narro Robles acababa de tomar posesión como rector de la UNAM en 2007, declaró que estaba a favor de no aumentar las cuotas de inscripción y colegiatura de los estudiantes. En una entrevista que le hizo El Universal (20/11/2007), enfatizó que la reforma que había promovido el ex rector Barnés en 1999 sobre las cuotas significaba en esos momentos 1.5 por ciento del presupuesto total de la institución y que, obviamente, esa no era la solución para el financiamiento de la Universidad Nacional. Un día antes había declarado a El País que la UNAM era esencialmente gratuita y que la solidaridad de esta institución con la sociedad era absolutamente necesaria, ya que alrededor de 20 por ciento de los estudiantes “proceden de familias con recursos económicos limitados”. La periodista del diario español, quizá como forma de provocar una definición del nuevo rector, dijo: “Sin embargo, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) sugiere la privatización de la educación media y superior de México. ¿Qué opina de esto?”, y Narro contestó: “Con todos mis respetos, creo que expresa un profundo desconocimiento de la realidad mexicana. Tenemos unos niveles de pobreza alarmantes, con uno de cada dos mexicanos viviendo en condiciones de pobreza, y uno de cada cinco, en situación de pobreza extrema. Lo único que puedo decir sobre esa propuesta es que demuestra su profunda ignorancia”. Más adelante, y a lo largo de sus ocho años en la rectoría, habría de insistir también en la defensa de la autonomía y, por lo tanto, en no subordinar la docencia y la investigación a los dictados del mercado sino a los intereses de la nación en su conjunto y de la sociedad a la que debe servir la UNAM como universidad pública que es.

Tanto Juan Ramón de la Fuente como Narro sabían que el tema de las cuotas podía provocar movimientos internos, sobre todo estudiantiles, a cambio de un porcentaje insustancial en el presupuesto de la universidad. Ya se habían dado los movimientos inducidos por Carpizo (1985-1989) y Barnés (1997-1999), de graves consecuencias para la estabilidad y desarrollo de la máxima casa de estudios. La OCDE, por su lado, había publicado en 2000 un documento titulado Knowledge management in the learning society, y en él se mencionaba la importancia del conocimiento para las economías de mercado, así como los tipos de conocimiento que habrían de destacarse para la innovación y la productividad, especialmente para ésta. En el texto se afirmaba, además, que había llegado la hora de administrar “racionalmente” los conocimientos y su difusión, y revisar sustancialmente lo que hacían y cómo lo hacían los sistemas educativos y las universidades, es decir, despojar a las universidades públicas de su autonomía (entendida ésta como gobierno y normatividad propios y libertad de cátedra y de investigación). La orientación, obviamente, era pragmática, es decir, sin importar las condiciones de cada país ni las tradiciones de sus universidades. La idea de la OCDE era y es simple y fácil de entender: el conocimiento es un producto que se vende y se compra en los mercados y, por lo mismo, la racionalidad de las universidades debía (y debe) subordinarse a la de las empresas, muy al estilo estadunidense. Como tema complementario a esta óptica, la misma OCDE y el Banco Mundial venían insistiendo en la necesidad de que los estudiantes pagaran por aprender, es decir que se abandonara la gratuidad de las universidades públicas (como ocurre también en Estados Unidos y en la casi totalidad de las existentes en México) y que los gobiernos dejaran de subsidiar la educación.

De la Fuente y Narro demostraron que no sólo se podía desarrollar la universidad con cuotas simbólicas (gratuidad de facto) sino que ésta podía engrandecerse y convertirse en una de las mejores de América Latina y de otros continentes. Enrique Graue, el nuevo rector designado, está en la misma frecuencia que sus antecesores y ha declarado enfáticamente (algo que no hicieron todos los aspirantes) que defenderá la gratuidad de la universidad, por lo que no considera el cobro de cuotas entre sus proyectos. Igualmente, como tenía que ser, expresó que sería un defensor de su autonomía.

Yo apoyé la idea de que el próximo rector fuera de ciencias sociales (pues con éstas me identifico) pero, según la información disponible, la Junta de Gobierno parece haber tomado una decisión muy sensata: proteger la autonomía evitando polarizaciones políticas, que en estos momentos y los que vienen serían riesgosos para la UNAM, pues la estabilidad del país no parece ser su característica principal. Es cierto que de 1961 a la fecha la Universidad Nacional ha sido encabezada por cinco médicos (Chávez, Soberón, Rivero, De la Fuente y Narro), pero debe reconocerse que en general los cinco han apoyado el desarrollo de la ciencias sociales y las humanidades y que, por lo menos tres de ellos, han sido grandes rectores, como también lo fueron Barros Sierra (ingeniero) y González Casanova (sociólogo). Es muy probable que Enrique Graue tuviera razón al afirmar que “en la rectoría no se actúa como médico. Se actúa como universitario, no creo que tenga que ver ni el género, ni la profesión ( El País, 7/10/15).

Con enorme simpatía aprovecho este espacio para expresar, como viejo universitario, mi reconocimiento a José Narro por su papel como rector, y hago votos por que Enrique Graue pueda realizar los proyectos que hasta ahora ha esbozado. Sin restar méritos a los otros candidatos, pienso que el nuevo rector continuará el fortalecimiento de la UNAM que todos queremos.

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