La UNAM en la crisis de la República
Adolfo Gilly
La Universidad Nacional Autónoma de México se apresta a renovar su autoridad mayor, la Rectoría, en medio de las turbulencias y las violencias que son noticia cotidiana de la información nacional. No es la menor de esas violencias la destrucción sistemática de la legalidad republicana a través de sucesivas reformas de la Constitución en sus artículos fundantes: el art. 3º sobre la educación; el art. 27 sobre el territorio, las costas, el suelo y el subsuelo como patrimonio inalienable de la nación; el art. 123 sobre los derechos del trabajo.
La Constitución sancionada en Querétaro en 1917 ha sido desmantelada por el Congreso de la Unión. Tenemos muchas leyes, pero hoy México es un país sin ley, sumido en múltiples violencias, que ha desprotegido tanto a sus trabajadores urbanos y rurales como a sus grandes riquezas naturales frente al poder de las finanzas, nacionales e internacionales que actúan fuera de toda ley que no sea la propia.
La UNAM no es una isla. Es un organismo viviente en el cuerpo de la nación, una institución heredera, depositaria y creadora de un patrimonio de conocimiento encarnado en mujeres y hombres de la vida real, un tejido cultural que viene desde su múltiple herencia histórica y cubre desde la educación infantil hasta la investigación de frontera.
Ese patrimonio inmaterial está en estos días bajo ataque.
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No es posible hablar hoy de la educación en México en abstracto, en cualquiera de sus niveles, sin tener presente que desde hace más de un año fuerzas uniformadas del Estado desaparecieron a 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa, futuros educadores, mientras la información de esos hechos era recibida en tiempo real a nivel de las autoridades del municipio, el estado de Guerrero y la Federación.
El gobierno federal ha dado diversas explicaciones cuya falsedad ha sido demostrada de modo irrefutable por organismos de derechos humanos internacionales y nacionales; y multitudinarias manifestaciones de estudiantes, profesores y pueblo en toda la República no han cesado de exigir verdad y justicia.
En este estado de inquietud vive en estos tiempos el mundo de la educación en México. No habrá verdadera paz ni calma espiritual para la enseñanza, el estudio y la investigación en cualquiera de las ramas del conocimiento mientras no se sepa qué pasó y dónde están nada menos que cuarenta y tres estudiantes mexicanos arrebatados desde entonces a sus estudios y a sus familias.
En este México de nuestros días estudia, investiga y trabaja la UNAM. No sólo respuestas técnicas y organizativas deberán enfrentar sus nuevas autoridades para que nuestra Universidad pueda vivir, crecer, cumplir su tarea y navegar sin perder su rumbo en la tormenta.
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La UNAM vive del presupuesto de la nación, pero no es una dependencia del gobierno federal. La autonomía es esencia de su existencia y de sus tareas como universidad. La enseñanza, la educación en los más vastos alcances de la palabra y la búsqueda del conocimiento mediante el estudio, la investigación y el diálogo son sus tareas específicas. “Pensar y enseñar a pensar” es su tarea, según el lema que el inolvidable maestro Eduardo Nicol nos trajo al Congreso Universitario de 1990 hace ya veinticinco años.
El presupuesto que recibe del gobierno federal es ya insuficiente para esas tareas, como acaba de recordarlo el Rector José Narro Robles. Pero la garantía de que esos recursos se destinen a aquellos fines específicos de la UNAM y no a objetivos de las políticas de las autoridades federales en turno reside precisamente en la autonomía de la Universidad, principio que debe regir también las relaciones de las universidades de cada Estado de la República con los respectivos gobernadores.
En otras palabras, la Universidad así concebida desde sus orígenes tiene como tarea y destino el ser un foco receptor, creador e irradiador de cultura científica, humanística, tecnológica y artística universal, y no una institución que responda a las políticas, intereses y necesidades de los cambiantes regímenes y mandos políticos.
Por eso mismo no es ajena a las vicisitudes de esos regímenes, no para subordinarse sino para mantener la autonomía de su gobierno y sus tareas, sin dejar de ser al mismo tiempo un organismo sensible receptor de todas las corrientes de pensamiento existentes en su seno y de todas las legítimas polémicas propias de la República.
Cada vez que durante el largo y trágico siglo XX en nuestro continente se estableció una dictadura o un gobierno autoritario, la supresión de libertades, derechos y garantías fue acompañada por un asalto o un intento para controlar la universidad desde el poder: Brasil, Chile, Argentina, Perú, Bolivia, Nicaragua, Honduras, Guatemala, la lista es larga e incompleta.
En México, dejando de lado métodos más sutiles y flexibles de ejercer tal control desde la Presidencia como el que relata el ex Rector Guillermo Soberón a propósito de su reelección para ese cargo a inicios del gobierno de José López Portillo (Guillermo Soberón, El médico, el rector, UNAM-Colegio Nacional-FCE, México, 2015, 490 pp., pp. 218-224), hemos tenido irrupciones brutales del poder para someter a la Universidad, tal vez la más trágica de todas la que practicó Gustavo Díaz Ordaz desde los primeros tiempos de su gobierno y culminó el 2 de octubre de 1968 con la matanza de Tlatelolco.
No estamos en esos tiempos. Pero nunca desde entonces habíamos asistido a una sucesión en la Rectoría de la UNAM con 43 estudiantes normalistas desaparecidos desde hace más de un año, cuarenta y tres futuros educadores en medio de la vorágine de desapariciones, asesinatos, secuestros, feminicidios, apresamientos, violencia cotidiana y miedo que hoy recorre la República.
De este tamaño es el desafío que, en esta época de innovación tecnológica y poderes mundiales y nacionales cambiantes y combatientes, heredará quien resulte ser Rector o Rectora de la Universidad Nacional Autónoma de México. De ese mismo tamaño es la responsabilidad que recae sobre los quince integrantes de la Junta de Gobierno cuando, reunidos en cónclave, deban tomar su decisión al respecto.
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El sistema educativo de la nación es uno, no varios superpuestos. Va desde el nivel kínder hasta el universitario, pasando por la primaria, la secundaria y la preparatoria. Una pieza clave, fundante de todo el sistema, la educación primaria, está en estos días bajo ataque. La Reforma Educativa es la punta de lanza de ese ataque. La escribo con inicial mayúscula porque es una imposición del gobierno federal, no una reforma debatida por los educadores y acordada con ellos, es decir, con quienes conocen y ejercen el oficio. Bien previeron lo que se venía los estudiantes de la Ibero, y todos cuantos después se les sumaron, cuando en el punto alto de la campaña electoral de 2012 lanzaron el movimiento “#YoSoy132”.
Un número importante de profesores, maestros e investigadores hemos dicho en la prensa escrita y en otros medios de comunicación, nuestras preocupaciones y críticas sobre esa Reforma y sobre los métodos de evaluación punitiva que el gobierno federal pretende implantar hoy en la educación primaria y mañana, a no dudarlo, en todos los niveles. Son de ayer (La Jornada, 3/11/2015) en estas páginas los documentados escritos de Magdalena Gómez y Luis Hernández Navarro.
Estamos ante una evaluación dirigida a indagar los pensamientos y no los conocimientos de los docentes; y a eliminar rebeldías, resistencias o simples disidencias, ingredientes estos necesarios y hasta indispensables para el trabajo y el sano funcionamiento de una comunidad de mujeres y hombres pensantes e inventivos como lo es la de quienes trasmiten conocimientos, saberes y actitudes y educan para la vida real de una República, no de un Reino o una Empresa Privada.
El carácter punitivo de esta evaluación en el ámbito laboral, se ha materializado ahora en el ámbito penal represivo. Cuatro maestros: Othón Nazariega Segura, Roberto Abel Jiménez, Efraín Picasso y Juan Carlos Orozco están presos en el penal de máxima seguridad de El Altiplano en el estado de México, lejos de sus familias, sus defensores y sus compañeros, y muchos otros están amenazados de apresamiento. Por otro lado, el Secretario de Educación Pública se permite declarar que es “una minoría de maestros” la que genera “mala fama a los docentes de todo el país”, hoy sometidos, dice, a “líderes que no quieren perder sus privilegios”, al tiempo que, con la otra mano, ofrece créditos, viviendas y otros premios a quienes se destaquen –a criterio de la autoridad– en las evaluaciones.
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Quien ocupe la Rectoría deberá navegar y proteger vida y tareas de la UNAM en esta vorágine de ilegalidad, desorden y arbitrio que se extiende sobre la nación desde los centros de poder político y financiero, diseñadores, árbitros y beneficiarios de las “reformas estructurales”. Pocas veces como en este cambio de época habrá tenido tamaña responsabilidad en sus decisiones universitarias cada integrante de la Junta de Gobierno. (La Jornada)