La inasequible verdad de las cosas

POR: Gilberto Nieto Aguilar

Desde tiempos inmemoriales el hombre, de manera individual o colectiva, busca la verdad de las cosas, de la vida, la naturaleza, su ser, su existencia, Dios… Su inquietud lo lleva a encontrar esbozos de verdad en qué creer, a qué aferrarse, pero la verdad existe dentro de un marco particular de creencias y cada reinvindicación sobre la verdad puede estar influida por la opinión de una comunidad lingüística, étnica, de género.

El juicio a posteriori es una condición de la experiencia que le permite inferirla de situaciones similares. Sin embargo, una situación similar, un hecho parecido, un mismo objeto, puede percibirse diferente si es observado desde otro ángulo, con otro criterio, bajo nuevos supuestos. Lo que nos lleva a pensar que la verdad no es absoluta, no es única ni universal, ni es válida en todo momento y lugar, puesto que cada cultura tiene una perspectiva diferente de la realidad.

Muchas sutilezas la pueden hacer diversa, variable, incierta, cambiante. Esto es, la verdad puede variar de un lugar a otro, de una época a otra. La verdad es histórica y geográfica, social y personal, científica y religiosa, empírica y teórica. Una verdad en la antigua China podría no serlo en el antiguo Egipto, en la antigua India o en la Grecia Clásica. Lo que fue una verdad aceptada por la antigua sociedad mesopotámica, no tiene por qué serlo en la actual sociedad iraquí.

La verdad sobre algo implica algún grado de exclusión o ignorancia sobre ese algo. La verdad puede ser un punto que queremos alcanzar y se mueve, se acerca, se difumina… Así, el ser humano, en su esencia intrínseca, es un sujeto indeterminado, inacabado, en permanente proceso de construcción, que se rehace conforme alcanza nuevos estadios de madurez, desarrollo y evolución. No lo sabe todo, pero tampoco lo desconoce todo. En su búsqueda de la verdad, debe considerar la otredad, como resultado de un proceso filosófico, psicológico, cognitivo y social dentro de un grupo con el que quizá comparte inquietudes, problemáticas, soluciones y esperanzas.

A través del diálogo, se abren posibilidades infinitas de conocimiento. El individuo necesita de los otros para develar sus atributos humanos. Aunque la soledad puede ser un espacio de reflexión, de encuentro con su propia conciencia, necesita del otro para confirmarse, para afinar sus concepciones personales, para negarlas o afirmarlas. Ello le da una aproximación mayor a los fenómenos del ser, de la naturaleza, la sociedad, la historia, el arte y todas las particularidades, acciones, saberes y haceres de este mundo.

El diálogo pone en movimiento la claridad de las ideas, los dobleces del lenguaje, la expresión precisa de las cosas, los recovecos ocultos del concepto, los ángulos y enfoques sobre una misma situación, las sutilezas que puede ofrecer la otredad. En fin, pone de manifiesto la diversidad que nos da la vida, la variedad en el entender y el hacer, las afinidades y diferencias que nos aporta una misma concepción en el tiempo y el espacio.

La otredad puede ser generadora de inclusión, pero también de exclusión, en las diferencias que motivan el «nosotros» ante la imponderable presencia de los «otros». Generalmente las identidades tienen un cierto concepto de exclusividad y, por ende, de separación. A la postre, la verdad no se impone como un dogma, sin mediar, sin dialogar. No es para sujetar la inquietud de búsqueda, ni para reducir la voluntad del otro, ni para alentar los juegos del poder, puesto que la realidad es limitante, indeterminada, cambiante, con una gran dosis de incertidumbre.