Corrupción y complicidad en trata de pesonas en Cd Juárez
La falta de investigaciones profundas y la complicidad oficial en la frontera chihuahuense dificultan el desmonte de redes de explotación de personas.
Hace poco más de una década, ese lugar de las calles Altamirano y Samaniego fue núcleo del tormento para decenas de menores que fueron forzadas a prostituirse entre una clientela que incluyó, de acuerdo con activistas locales, a policías federales y militares enviados como parte de la estrategia emprendida en 2008 por el gobierno de Felipe Calderón para enfrentar a grupos criminales.
El Hotel Verde era legendario mucho antes de su clausura en 2015, cuando inició el llamado “juicio del siglo”, un ardid mediante el cual el gobierno de Chihuahua buscó contrarrestar el creciente reclamo social suscitado tras el hallazgo de los restos de 27 mujeres en un paraje desértico conocido como Arroyo del Navajo, localizado 100 kilómetros al oriente, en el municipio de Práxedis G. Guerrero, en la misma frontera con Texas. Se trató de un primer proceso judicial por trata y homicidio agravado por razones de género en contra de seis individuos, cinco de los cuales terminaron por recibir una sentencia condenatoria por 697 años y seis meses de prisión.
La presión y el miedo social llevaba para entonces más de dos décadas, durante las cuales la desaparición y asesinato de decenas de jóvenes fue permanente. En los hechos, el hotel fungía como uno de los grandes centros de prostitución forzada crecidos bajo el disimulo policial, una de cuyas bases operativas se localiza a solo unos metros de distancia, dentro de los linderos del mismo barrio.
“Era un lugar de trata y eso está plenamente acreditado dentro de un proceso judicial”, dice Imelda Marrufo, la directora de Red Mesa de Mujeres, una coalición de organizaciones civiles dedicada al análisis y acción de justicia en actos de violencia contra las mujeres.
El caso establece una línea de tiempo de 1993 a 2015 que ha permitido redimensionar la posterior desaparición y muerte de más de un millar de niñas y mujeres en esta frontera. Al mismo tiempo, a pesar de sus inconsistencias, sirvió para vislumbrar el tamaño de la organización criminal encargada de ello.
“Diré que es el caso más claro, fuerte y emblemático, con más condiciones para concluir que es un delito que viene ocurriendo desde hace mucho tiempo”, añade Marrufo.
El ‘juicio del siglo’
El “juicio del siglo”, tal como lo calificaron los medios locales, inició en 2013 con el arresto de seis individuos acusados de participar en la desaparición, explotación sexual y asesinato de 11 mujeres, cuyos restos se localizaron entre 2011 y 2012 en ese páramo al oriente de la ciudad, en lo que se conoce como Valle de Juárez, una zona con alta presencia de células dedicadas al tráfico de drogas desde la década del noventa. Las víctimas, a las que se suman los restos de otras 17 halladas los años posteriores, tenían edades entre 14 y 25 años.
Cinco de los seis detenidos recibieron sentencia condenatoria en julio de 2015 y uno fue puesto en libertad por falta de pruebas. Entre los condenados se encontraba un destacado pastor evangélico, el dueño de una agencia de modelos, un dueño de una tienda de botas, así como empleados del Hotel Verde. Los detenidos fueron acusados de pertenecer a los Aztecas, una banda local que opera desde las cárceles a ambos lados de la frontera y cuyos tentáculos se extienden por toda la ciudad y otros lugares.
A pesar de la enorme publicidad del juicio, ciertas madres y activistas están convencidas de que los sentenciados son apenas la base de una pirámide criminal que sigue vigente.
“Durante muchísimos años, hasta 2012-2013, seguíamos pensando en feminicidios y que el móvil era sexual, pero no hablábamos de trata”, dice Ivonne Mendoza, directora del Centro para el Desarrollo Integral de la Mujer (Cedimac), una organización local que por años ha asesorado a madres con hijas víctimas de feminicidio y desaparición.
Mendoza hace alusión a la estrategia de combate criminal emprendida por Felipe Calderón al comienzo de su gestión como presidente de México. Para el caso concreto de Chihuahua, fueron desplegados en una primera intervención, en marzo de 2008, más de 2 mil militares y 500 agentes federales. Los meses posteriores, otra cantidad similar de efectivos se sumarían al operativo. Pero lejos de contener la violencia, la militarización de la seguridad pública desató un torrente de atrocidades y un aumento alarmante de desapariciones forzadas, torturas y ejecuciones.
En 2007, por ejemplo, la entidad registró 469 homicidios, de acuerdo con datos de la entonces Procuraduría General de Justicia de Chihuahua. Tal cifra fue avasallada por los 94 mil 249 abusos cometidos por las fuerzas de seguridad entre 2008 y 2013 en Chihuahua, incluso ejecuciones extrajudiciales, o más de 15 mil cada año, de acuerdo con un informe elaborado por el Centro de Derechos Humanos Agustín Pro Juárez en 2013, que fue retomado por la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) en su estudio sobre el caso del Arroyo del Navajo.
La militarización de la seguridad pública invisibilizó la desaparición y el feminicidio de decenas de mujeres jóvenes. Un estudio titulado “Feminicidio sexual sistémico”, publicado en enero de 2019 por Julia Monárrez, investigadora del Colegio de la Frontera Norte (Colef), arrojó luz sobre la alarmante realidad del feminicidio y la violencia sexual sistémica en Juárez.
La “guerra contra el narcotráfico” exacerbó la situación, la investigación de Monárrez encontró, y abrió las puertas a nuevas formas de violencia contra la población: desaparición forzada, tortura sexual, asesinatos de jóvenes y recrudecimiento del feminicidio.
Entre 1993 y 2018, por ejemplo, Monárrez citó la escalofriante cifra de mil 850 casos de niñas y mujeres asesinadas. Más de la mitad ocurrieron después del inicio de la guerra contra el narcotráfico. La violencia indicaba una población asediada por una alianza letal entre el ejército, la policía federal y varias pandillas callejeras que actuaban como alas armadas de las organizaciones criminales más grandes que operaban en Juárez, según Monárrez.
El predominio de esas fuerzas armadas se convirtió entonces en el punto central para explicar el aumento exponencial de desaparición de niñas y mujeres con propósitos de explotación sexual. Durante esos años, la dinámica ciudadana se vio totalmente alterada. Al ponerse el sol, la población se refugiaba en sus casas por miedo. En las calles solo circulaban convoyes de militares, agentes federales y células criminales que se desplazaban en vehículos artillados.
En contraste, la vida en los centros nocturnos era intensa. Entre esos sitios se hallaba el Hotel Verde.
De vuelta a la zona cero
Las ajetreadas calles del centro de Juárez nunca han sido ajenas al caos. El ruido de los cláxones penetra a través de la muralla de motores en arranque constante, las bocinas que vibran con música urbana y el coro de comerciantes que arenga ofertas por altoparlantes a la gente en su tránsito habitual. Alguien alguna vez bautizó el escándalo de este tramo de la Francisco Javier Mina como la “calle de los mil ruidos”.
El corredor que pasa detrás del mercado Hidalgo —todo el perímetro, de hecho— mantuvo una quietud inédita después del juicio del siglo. Es la zona en la que operan pequeños comercios, prostíbulos y vecindades en las que se contrató bajo engaños a un número impreciso de adolescentes a lo largo de dos décadas, y donde se las mantuvo cautivas durante años.
El entramado de calles es un nudo en el que también converge buena parte de las rutas del transporte público que conectan la ciudad, el paso obligado para medio millón de personas que habitan en los barrios populares del poniente, la mancha urbana que se fue colonizando mediante invasiones en el primero de los estallidos demográficos provocados por la llegada de la industria maquiladora, entre 1968 y 1975.
En el extremo opuesto, en el sector conocido como “Juárez Nuevo”, reside su equivalente, otro medio millón de personas para las que se diseñó un modelo habitacional en torno al mayor corredor industrial de la ciudad, conformado durante el tercer boom de la maquila, tras la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte en 1994.
Fue en estos dos extremos de donde salieron la mayoría de las víctimas de la violencia, tanto hombres como mujeres, quienes convirtieron la «calle de los mil ruidos» en una peligrosa telaraña. Pero además de puente interciudadano, el centro se convirtió desde principios de los noventa en la trampa donde decenas de niñas y mujeres fueron víctimas de desaparición, trata, y feminicidio.
Si bien los meses posteriores al proceso abierto contra los seis detenidos por el caso Arroyo del Navajo se apaciguó parte de la vida criminal, esta regresó en 2018 y se mantuvo relativamente discreta durante los años de la pandemia. Hasta ahora, cuando los prostíbulos retoman su ritmo habitual y las calles, vecindarios y hoteles exhiben mujeres, así como una elevada dinámica de venta de droga y narcóticos, posiblemente debido a la permisividad de las fuerzas de seguridad.
Mendoza, director de Cedimac, describe la misma metodología narrada por las autoridades en el caso del Arroyo del Navajo. Es decir, una red de comercios fachada, propietarios de clubes, prostíbulos y hoteles.
“El modus operandi que se dio en el caso del Arroyo del Navajo tiene parecido con otros casos de desaparición de antes [y después]: jóvenes que van a buscar trabajo son enganchadas en lugares donde aparentemente ofrecen trabajo en el centro de la ciudad. Llenan una solicitud con sus datos personales y les dan el trabajo o les dicen que las llamarán”, explica Mendoza.
“Les llaman después y les dicen que tienen el trabajo y, ya sea que las tengan ahí o las manden a otro lugar, les dicen que van a ir a una sucursal, que suele estar por ahí cerca, y en ese trayecto las desaparecen. O bien las tienen ahí, las empiezan a tratar o las mandan a otros lugares para tratarlas, y las obligan porque tienen sus datos en esos formatos de solicitud en donde incluyes los nombres de tus padres, de tus hermanos, de la familia. Así que las amenazan con hacerles daño si se niegan a ser explotadas”.
Mendoza explica que estas redes operan a la vista de policías que no investigan con seriedad los casos de trata o desaparición forzada. Esa investigación ha quedado en manos de activistas como ella, que tratan de rastrear estas redes cada vez que desaparece una niña o una mujer, a menudo trabajando de la mano con las madres y los padres de los desaparecidos.
El Arroyo del Navajo dejó también otro gran aprendizaje: el del encubrimiento de los grandes operadores de las redes criminales y la dispersión deliberada de una estadística que dista mucho de ser confiable, y que siempre ha tenido como propósito restar importancia al delito.
Ciudad Juárez dejó de ser el campamento de fuerzas federales y militares enviadas para “combatir al narco” desde 2012, pero la desaparición y asesinato, o los contextos que envuelven a cada uno de los casos, hacen creer tanto a estudiosas, como a activistas y madres de víctimas que las redes de trata se mantienen activas e intactas.
En la década que ha corrido desde entonces, la violencia y el crimen han estado lejos de desaparecer. Solo que ahora predominan los ataques entre pandillas dedicadas al narcomenudeo, y son ellos a quienes las activistas señalan como parte de la red que también desaparece o trafica con personas, sean hombres o mujeres. Y todo ello es posible gracias a la omisión o permiso de las autoridades encargadas de combatirlos.
Entre 1993 y julio de 2022, según las investigaciones de Monárrez, las autoridades registraron 2 mil 413 casos de feminicidios, más de la cuarta parte de los cuales ocurrieron desde 2018. Es como si Juárez siguiera atrapada en un ciclo de violencia que se ve reforzado por su modelo de desarrollo y una evasión política de los problemas estructurales que plantea. La historia de transformación urbana de la ciudad, impulsada por la afluencia de intereses comerciales internacionales, por ejemplo, ha dejado sin abordar problemas sociales profundamente arraigados.
Sin embargo, cuando estos problemas se traducen en delincuencia y violencia desenfrenadas, en lugar de ofrecer soluciones, las autoridades a menudo echan la culpa a las víctimas y sus familias, perpetuando una narrativa dañina que la ciudad ha luchado por superar.
“Comienzan a desaparecer las jóvenes y luego se localizan sus cuerpos y [el exgobernador] las acusa de tener una doble vida; que sus familias dirían que eran buenas niñas, pero que por las noches ellas tenían otras actividades, que eran prostitutas; aunque no lo dice con esas palabras, pero lo insinúa”, dice Mendoza, la directora de Cedimac.
Eventualmente, comenzaron a aparecer niñas, algunas de las cuales tenían solo 10 años.
“¿Y ahora qué dice?, que eran niñas descuidadas, que una de ellas hasta tenía caries. La autoridad siempre ha buscado responsabilizar a las propias víctimas o sus familias y esto ha hecho mucho daño y ha permeado mucho socialmente, porque socialmente no se quiere ver el peligro”.
Los engranajes rotos de la justicia
La investigación de casos que resultan en apariencia una obviedad no solo enfrenta la corrupción, sino también la inoperancia de la ley y su debida interpretación. En cualquier caso, de incompetencia o podredumbre del sistema, lo cierto es que el delito no se aborda como se debe, como lo señala Mónica Salazar, directora ejecutiva de Dignificando el Trabajo A.C., una asociación de la sociedad civil que trabaja para reducir el trabajo forzoso y la trata de personas.
Salazar es una de las grandes expertas en materia de trata en México. Por más de una década fue asesora jurídica de una docena de organizaciones que acompañan a madres de víctimas de explotación sexual y laboral, y en tal condición dirigió talleres y conferencias para congresistas y fiscales del país.
“El tema de trata debe investigarse a la inversa”, dice como avanzada para describir el fracaso institucional en esa materia. “Si yo encuentro esta situación que veo como explotación o como condición de esclavitud o como condición de prostitución forzada, […] necesito ir hacia atrás y responderme cómo es que estas personas llegaron aquí. Porque en el cómo estas personas llegaron aquí, probablemente me haga toparme con un reporte de desaparición en su estado o en su municipio”, explica Salazar.
Es el tipo de omisiones cometidas por las autoridades de Chihuahua desde que comenzaron a reportarse los primeros casos de desaparición y asesinato de niñas y mujeres en Ciudad Juárez. La estadística elaborada desde entonces carece de historias personales. Ninguna fiscalía especial creada para atender los casos se ha interesado en jalar los hilos que podrían conducir a los perpetradores del crimen, según Salazar.
Esa metodología policial impide que se establezcan patrones delictivos, no de un individuo o de una familia, sino de una red dedicada a la trata.
“La mayoría de los casos que tenemos es de una persona, o se rescata a tres personas y hay solo una inculpada. Pero cuando preguntas cómo esta persona configuró todo el delito, qué hizo para retener a la persona, cómo es que la sustrajo de su lugar de origen, cuál fue el engaño, cuál fue la coacción, no hay ninguna respuesta”, dice Salazar.
Cada víctima identificada del Arroyo del Navajo debió configurar ese mapa metafórico aludido por Salazar. Y de alguna manera es la misma lógica que domina el pensamiento de las madres y los padres de todas ellas. En 2015, cuatro días después de la condena dictada a cinco de los seis detenidos por ese caso, José Luis Castillo, padre de Esmeralda Castillo Rincón, planteó todas sus dudas sobre la investigación. Esmeralda tenía 14 años cuando desapareció; las autoridades la identificaron como una de las víctimas luego de encontrar su tibia izquierda entre los restos enterrados en el desierto.
“¿Quién me dice a mí que a mi hija no le cortaron una pierna para asustar a otras niñas y hoy la traigan pidiendo limosna en otra ciudad?”, cuestionó entonces, cuando hablé con él para otra publicación.
Esmeralda desapareció el 19 de mayo de 2009. Un último testimonio la ubicó aún con vida en el centro de la ciudad, donde debía tomar una ruta para dirigirse a la secundaria donde estudiaba.
José Luis y su esposa Martha Alicia regresaron a ese punto para el aniversario número 13 de la desaparición. Distribuyeron y pegaron en postes un afiche con fotografía y datos de su hija, de cómo luciría hoy a sus 28 años. Castillo dice que no viven en negación, pero sí en incertidumbre: la investigación queda debiéndoles la certeza que necesitan para no seguir consumidos por el dolor.
La red que secuestró a Esmeralda y a otras 26 niñas y mujeres claramente operó con una estructura mayor, que podría haber incluido a autoridades y otros funcionarios de gobierno que se han coludido con otras organizaciones criminales. Sin embargo, eso no está confirmado en el caso.
Aun así, Castillo y el resto de las madres y padres del Arroyo del Navajo lo creen firmemente, y también las organizaciones que les han acompañado a través de estos años y siguen auxiliando a nuevas familias de víctimas. Pero queda una pregunta clave: ¿existe un gran entramado criminal detrás del delito de trata?
Salazar está convencida de que lo hay.
“En México vivimos en este falso imaginario de que una persona hace todo. No. Eso no existe. Implica un esfuerzo coordinado entre varios individuos con roles específicos”.
Salazar agregó que la incapacidad de las autoridades para aceptar ese hecho ha limitado severamente su éxito en el combate al crimen.
“Solo tenemos casos particulares, casos que se dan en espacios privados; hablo de casas, de comercios, empresas familiares que no tienen que ver con el impacto mayor”.
-El Universal