Una más
Cristina Pacheco.
¿Me invitas un café? Enseguida reconocí la inconfundible voz de Julia. Al cabo de un año de no tener noticias suyas me alegró escucharla. Iba a decírselo cuando ella repitió la pregunta. Desde luego acepté invitarla. Julia estuvo de acuerdo en que nos encontráramos el sábado en Trevor’s. Acostumbrábamos vernos allí al salir de nuestros trabajos, cuando ella era secretaria en un despacho de abogados en la calle de Palma y yo auxiliar en un taller odontológico de Filomeno Mata.
El taller está en un segundo piso. Como es interior nunca le da el sol. Todo el tiempo se trabaja con luz artificial. Eso me afectó los ojos y aparte me cansaba mucho. El día en que vi la posibilidad de cambiarme a una imprenta religiosa de Cruces, no lo pensé dos veces. Allí sigo. No gano más que antes pero ahorro en pasajes; además, hablo con mucha gente y, como soy empleada de mostrador, tan siquiera veo la calle. Lo único malo de mi cambio fue que Julia y yo rara vez podíamos encontrarnos en el café: Cruces está muy lejos de Palma y con el trafical, todavía más.
Suspendimos de plano nuestras reuniones en el Trevor’s cuando uno de los licenciados del despacho recomendó a Julia como secretaria en una notaría de la Narvarte. Vi a mi amiga feliz cuando me dio la noticia. Después de entrevistarla, su jefe le puso tres requisitos para darle el puesto: honradez, horario flexible y muy buena presentación. Julia no podía creer que fueran a pagarle por asistir al trabajo maquillada, bien vestida y con zapatos de tacón.
Para mayor dicha, la oficina era preciosa y quedaba muy cerca de un restaurante italiano donde Julia podría comer. Aunque el sueldo que iban a darle superaba en muy poco al anterior, su jefe mencionó la posibilidad de un buen aumento en poco tiempo. Esto iba a permitirle a mi amiga ayudar a Octavio con los gastos de la casa y luego, tal vez, comprarse en abonos un cochecito de segunda mano.
II
En ninguno de los dos sentidos acerté. Todo fue completamente inesperado, empezando por el aspecto de mi Julia. De tan cambiada, me costó trabajo reconocerla cuando llegó al Trevor’s. Se notaba algo subida de peso, iba sin maquillaje, con el cabello restirado, chamarra, pants, tenis y mochila en lugar de bolsa.
Me esforcé para mostrarme indiferente a esos detalles. Por su sonrisa me di cuenta de que Julia había notado mi asombro pero en vez de darme explicaciones preguntó por mi madre, el trabajo en la imprenta y los galanes. Cuando supo que mi único pretendiente es el muchacho que nos lleva la comida a la imprenta Julia me hizo bromitas pesadas. Luego se acodó en la mesa y, sin quitarme los ojos de encima, dijo:
–¿Qué te parece mi nuevo look? Dime la verdad.
Le respondí que muy bien, pero quería saber qué opinaba su jefe de que ella hubiera cambiado los vestidos por pants y los zapatos de tacón por tenis.
–Nada, entre otras cosas porque dejé la notaría.
–¿Cómo? Cada vez que hablábamos por teléfono me decías que estabas contentísima. ¿Qué pasó?
–Me di cuenta de que en ropa y maquillaje se me iba casi todo mi sueldo. En vez de ayudar a Octavio con los gastos de la casa acabé pidiéndole dinero para las mensualidades de la tarjeta o el salón de belleza. Íbamos al desastre. Necesitaba ganar un poco más. Varias veces le recordé a mi jefe su promesa de aumentarme el sueldo. Primero me dio largas, luego de plano me lo negó y renuncié. Octavio estuvo de acuerdo, pero ya no tanto cuando le dije cuál sería mi nuevo trabajo.
–¿En dónde estás?
–En varias partes: soy empleada doméstica.
Julia esperaba mi reacción ante la noticia y me sonrió para tranquilizarme: –No creas que me siento miserable ni inferior a nadie. Lo que hago es útil.
–Ya lo creo. Sé lo mucho que vale la ayuda de una trabajadora doméstica mientras uno va a la chamba. Te pongo mi caso: si no fuera por Jovita, no sé quién cuidaría a mi mamá durante las horas que estoy en la imprenta. ¿Tu familia sabe..?
–Tuve que decírselo. Mi madre no me hace recriminaciones directas, pero me pregunta dónde tiene Octavio la cabeza. Mi papá está furioso. Aunque le di mis razones, no acepta que haya dejado la notaría para meterme de sirvienta. Se avergüenza de mí, dice que, como los cangrejos, voy para atrás. A lo mejor tiene razón, pero no soy la única: mi hermano Eduardo casi terminó arquitectura y anda de albañil en Oregon; mi primo Néstor es médico pero vende en los tianguis. Entonces ¿por qué sólo a mí me critica? Un día dejará de hacerlo y si no ¡ni modo! Lo bueno es que estoy contenta.
–¿Te llevas bien con tus patronas?
–Ni las veo. Salen cuando llego y vuelven después de que me voy. Tengo las casas para mí el día completo, las disfruto más que sus dueñas. ¡Pobres!
–¿Siquiera te pagan bien?
–No mucho, pero voy saliendo porque trabajo en cuatro casas. Están en mi colonia, por eso ahorro en transportes, ya no necesito comer en la calle ni invertir dinerales en mi apariencia. Así como me ves me presento en la chamba. Estoy cómoda y no me da vergüenza subirme al Metro o a la combi. Antes sufría por llevar un traje bonito o zapatos de tacón mientras los demás pasajeros iban muy pobremente vestidos; algunos, aunque estuviera haciendo mucho frío, andaban sin suéter ni nada con qué taparse. Ahora, como le digo a Octavio, nadie se fija en mí. Soy una más.