Sobre la vida en el tiempo
Por: Hugo Gaytán
No puedo sino molestarme con la historia, porque no ha contado la verdad de mi pasado. Pero me contenta que, en fracciones de tiempo, el presente se la adelanta al futuro y que, en consecuencia, la historia puede ser vencida. Aun así, siendo realistas, el margen de victoria es menor en comparación con el sentimiento de derrota, porque se siente mucho la pena en el presente mientras lo que no llega no existe y mientras no se sabe que llegará.
No es mentira que desprecio el tanto de incertidumbre que se amontona por esperar el arribo del destino, pero ¿de qué otra forma puede ser?, si se aparenta en el espejismo de la realidad que no hay salida; o que, en este invento de vida, no se crearon porque no eran necesarias; sin embargo, se encuentran en un espacio reunidas, desconocidas porque nunca antes han sido vistas y porque no se incluyeron en el lenguaje universal.
Hay otros rasgos más que se identifican para llegar a las salidas. Por ejemplo, están las salvedades de la relativización del tiempo y de la autonomía de la mente. La primera, por la hipótesis venida desde la segunda (y de una tercera -imagínensela- que en este espacio no se mencionará porque para nada es necesario), carece hoy de un gran valor, pues es, redundantemente, un valor en extremo variable. Piénsese en la visita de la muerte que es un azar, que llega cuando se le espera, pero no llega en el momento esperado, distinguiéndose desde la perspectiva del que muere y del que observa la muerte.
Y si se piensa en el suicidio como el cálculo más exacto, el tiempo no deja de ser impreciso, porque no se muere al jalar el gatillo, apretar la cuerda o ingerir veneno, sino cuando la bala ha cruzado el cuerpo, se ha bloqueado por completo la respiración o el cuerpo ha consumido el veneno, respectivamente. Lo ejemplificado en este primer instante pertenece al tiempo de ubicación, arbitrario, contra el tiempo anterior, del azar, y evidencia que, en definitiva, nunca se verá al presente triunfar sobre el futuro azaroso.
¿Pero qué más hay del tiempo? Nos encontramos varados, a veces, en la cima de las montañas como queriendo ver y no viendo nada, tapados por las hojas de los montes o por otras colinas, y luego nos encontramos a la orilla de los fríos y congelados mares solo reparando en la aurora. En ese tiempo, lo frío se hace bello, y lo verde, caluroso y amplio se hace avasallador. En este lugar ahora aparece el segundo rasgo: la autonomía de la mente. En la tradición, la mente no le pertenece al cuerpo, ni éste a la primera, pero al observar la maquinaria que la compone, se cambia la idea, tal como se hace posible cuando los infantes ven cantar a las aves en las ramas más altas que ellos no alcanzan.
Lo que se quiere decir, con la arbitrariedad de quien piensa, es que el tiempo y la mente se hacen uno, como se hace el sol y la luna al compartir la luz y la sombra, o como ocurre con los y las ancianas y su sabiduría, quienes mientras menos imponen, más atractivo se vuelven sus pensamientos para nuestra curiosidad. Inconvenientemente, de nada servirá solo mencionar estos placeres, cuando se debe reconocer que de ellos se vive para estar en el espacio, aun siendo la ínfima parte del universo. En otra forma de palabrería, dícese: la vida no se da sino por lo que se espera; y la esperanza llega cuando el pasado existe en el futuro.
Si el tiempo no se moviera, no existiría. Es por tal razón que asistimos al tiempo no solo en los movimientos astronómicos, de la tierra, el sol y la luna, y del propio universo, sino en complemento con el sentir, la percepción individual del que habita y que se encuentra dominado por la pasión o el deseo, la esperanza o la desilusión, la paciencia o la ansiedad. Es entonces cuando el tiempo toma su forma más significativa, es cuando dura o cuando se disuelve: como se sabe del placer que, sintiéndolo, hace fluir de forma desesperada el disfrute, pero, cuando ocurre lo contrario, sea que exista un dolor proveniente de la ansiedad, el tiempo se alarga.
Para hablar del tiempo y de su existencia, entonces, obliga asistir al movimiento (la Teoría del movimiento, que en otra ocasión tendré a bien desarrollar), porque, como se dice, lo que no se mueve no existe. Y como el ego-humano no se soporta solo durante toda una vida, el tiempo ha sido la forma de curar ese mal para dejarse existir. Así, el tiempo es más que una abstracción o un simple término medido por un reloj: es ya la vida cotidiana. Con el tiempo, a la vez, la humanidad limita y aumenta sus relaciones, hace modificar sus percepciones y siente de la forma como sienten los demás. En este movimiento, que luego al ser costumbre se vuelve estático, su creatividad innovadora lo hace inventar nuevos movimientos generadores desde la relación espacio-tiempo igualados por la mente.
Todo esto es plenamente subjetivo, claro; es decir, depende de la disposición individual, la experiencia, la biología, la psicología y la interacción. En este camino, cada espera o apuro generará, aunque algunas veces casi de forma similar, sentimientos diferentes. Y a la par el tiempo tendrá lapsos de medida desiguales, como los que se dan entre los pacientes e impacientes, los precipitados o los calmados, los controlados por el trabajo para vivir o los que viven para trabajar, y entre los preocupados o despreocupados.
Lo anterior también significa que el tiempo no es plenamente igual en la cabeza de quien lo piensa, si bien se percibe similar por medidas tan naturales como el día y la noche o tan artificiales como las manecillas de un reloj. Por esta mínima razón, tendremos que seguir invocando la verdad de que el tiempo común, consensuado, no es siempre la mejor ubicación, ya que al ponerlo a prueba simplemente falla: como al estar en las montañas con el fin de observar la luz de las estrellas, cuando se nos acerca inesperadamente la tempestad sin darnos cuenta por nuestra falta de pericia, como la tienen los meteorólogos, para investigarla y anticiparla para que, en ese lapso, no nos haga perecer tal naturaleza. Es por ello mismo que vale reafirmar que sufre más quien vive de su futuro, cuando descuida su presente, y que este dolor lo atormenta, como se atormentan las aves con los fuertes vientos y los truenos.
Aquellos que reconocen esta forma del tiempo por el uso de sus mentes verán no solo imágenes sino su voluntad apagada o encendida; entonces, conviene decir que independientemente de la clase, hay un margen para dejar de ser lo que se era (por lo menos en el pensamiento): y ese margen se mide no por el cálculo de la esperanza, sino por la llegada de lo esperado. Y si lo esperado no llega, se sabrá que así tuvo que ocurrir: no hay mayor maravilla del tiempo y de la mente que tal hecho: las ubicaciones son absurdas y las medidas fallan; en lugar de ubicar, desubican; ellas sucumben ante el porvenir como lo hace cualquier incauto. Nadie reirá más y mejor que el payaso, sino aquel que no espera del futuro: el que se lanza al presente dándose vida con los peces que suben por las cascadas, tal cual lo hacen los expertos en la caza, los osos, pues siendo salvajes, viven del alimento inmediato que le es suficiente para vivir.
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