Ser hombre, la identidad masculina
Por: Mario Evaristo González Méndez
La identidad masculina se refiere al conjunto de cualidades que subyacen a la existencia del varón como macho de la especie humana. Hasta hace poco más de un siglo, la composición y manifestación de la identidad masculina no parecía de interés público, resultaba obvia la respuesta por el qué y el cómo del modo de ser de un hombre, caracterizado por el dominio, la protección y la manutención de la familia, con las particularidades de la tradición y la costumbre en cada región del mundo.
La crisis antropológica contemporánea pasa por una revisión de la concepción de lo masculino y lo femenino. El discurso del movimiento feminista, más allá de la radicalidad de algunas de sus manifestaciones, pone de relieve la necesidad de reflexionar en torno al modo en que los varones existimos como sujetos masculinos en relación con las mujeres y su femineidad.
La violencia y situación de inequidad que padecen millones de mujeres en el mundo es una emergencia que involucra la participación efectiva de todos. Es un problema complejo que implica un abordaje legal, bioético, educativo y moral. Las leyes, por sí mismas son ineficaces para resolver un conflicto que se gesta en el hogar y se extrapola en la sociedad y en la cultura. La familia, sea cual sea la forma que adopte, es el germen de la personalidad y la tierra de cultivo de lo que la persona será en el mundo.
En la familia convergen, sea por presencia o sea por ausencia, los modos de existencia masculina y femenina. El varón experimenta, aprende y afirma su identidad masculina en el seno del hogar; tanto lo que debe ser, como lo que no debe ser y lo que aspira a ser.
A decir de Anselm Grün (2008), hay dos imágenes de hombre que falsean la verdadera identidad masculina: el «macho» y el «blandengue». El autor caracteriza ambas imágenes.
El macho es aquél hombre que presume de su masculinidad, es decir, se afirma a sí mismo en el carácter sexual de su existencia, considerada como superior, por tanto, alardea ante las mujeres, se jacta de su potencia, es aprensivo e inseguro, lo cual compensa con actitudes de menosprecio a lo femenino, por considerarlo débil e inferior.
El blandengue es aquél hombre que carece de espíritu creador, resulta un acompañante sin incentivo para la mujer y es socialmente estéril. Pone el acento en sus debilidades, limitando así su potencial e inhibiendo su pasión y su capacidad para innovar. Cuestiona constantemente su identidad y prefiere dejarse cuidar para evadir la responsabilidad que supone la libertad.
Pienso que todos los varones tenemos algo del arquetipo de macho y algo de blandengue; respondemos a las situaciones de la vida según la condición interior en que nos hallemos: a veces la fuerza masculina se impone como impulso temerario, pasional, irracional; otras veces, aquella fuerza se advierte vulnerable, herida, abandonada, y se refugia en la sombra de la maternidad o la paternidad de su infancia, con todo lo que ello implica.
La masculinidad del hombre no puede reducirse a un análisis parcial de su sexualidad; debe comprenderse en el complejo devenir de su historia como persona. No hay un modo objetivo de ser varón, pues el carácter primario de lo sexual masculino se experimenta en relación con los afectos, los pensamientos, el lenguaje y la cultura. No se puede negar el carácter sexual de lo masculino, pero tampoco se agota la existencia en ello.
Los hombres tenemos una responsabilidad frente a cada mujer: ser un compañero vital, es decir, compartir el mundo procurando vida digna para ambos. La masculinidad y la femineidad son cualidades determinantes que nos imponen una responsabilidad compartida; cuando se desdibuja la diferencia, se diluye la semejanza en una masa amorfa que imposibilita encuentros, acuerdos y convivencia.
A los hombres nos toca asumir el riesgo de la masculinidad en este momento histórico. No se trata, por tanto, de renunciar a lo que somos ni de anular la presencia masculina, sino de asumirnos como hombres capaces de responder al llamado de la vida como esposos, padres, hijos, ciudadanos. Ni machos, ni blandengues, sino hombres decididos a luchar y amar, pues “las dos virtualidades pertenecen a la masculinidad. Como luchador, el hombre es capaz de amar. Su amor necesita la cualidad del conquistador y protector. Y su lucha necesita del amor, para que no se convierta en un combate rabiosamente ciego” (Grün, A., 2008, p. 5).
Referencias:
Grün, A. (2008). Luchar y amar. Cómo los hombres se encuentran a sí mismos. México: Editorial San Pablo.