Razones, sueños o delirios en tiempo de Pandemia

Por: Mario Evaristo González Méndez

La situación de contingencia mundial a causa de la pandemia ha motivado en la opinión pública un sinfín de «dimes y diretes». La prudencia nos pide evitar los extremos del alarmismo y el pasotismo, colaborando con las medidas de higiene recomendadas. Además, es importante discernir la información que recibimos al respecto; diferenciar el dato e intención de las fuentes gubernamentales y la opinión de diversos actores sociales con los más disímiles (y perversos) intereses.

Entre la variedad de voces que se hacen escuchar en los medios y redes de comunicación, hay algunas que apuestan por verter una mirada optimista del asunto; se destacan las bondades que esta situación ha traído y el aprendizaje (principalmente moral) que se puede generar, pero es claro que no todos comparten esta visión. Todos queremos salir bien librados de esto, pero no siempre estamos dispuestos a compartir la responsabilidad que implica, ni la conversión personal que nos reclama.

El aprendizaje es intencional: cada persona decide qué, cómo, cuándo y para qué aprender. Con esta premisa parece desproporcional esperar una transformación profunda de la configuración social que, con todo y pandemia (o a expensas de ello), legitima el descarte de aquellos que no son redituables para la economía global.

No será sorpresa que la apuesta económica favorezca a las empresas trasnacionales (las menos afectadas) que, bajo el argumento de la generación de empleos, legitimarán la precariedad laboral, la sobreexplotación de recursos naturales y el deterioro ambiental.

Tras la pausa, seremos testigos de la consolidación de un nuevo imperialismo económico, cultural e ideológico; un dogma apuntalado en la «libertad» que, paradójicamente, censura la otredad que no agrada y bloquea realidades que incomodan la conciencia diluida en la ilusión del desapego, que es la forma posmoderna del egoísmo y el narcicismo.

La ciencia y la educación serán la carne de cañón de este arranque; con la mitificación de la innovación tecnológica, el acceso será condicionado y el fin lo menos significativo. La razón (ya debilitada) será menos frecuente en la vida pública; los sentimientos y emociones (ahora exaltados) tendrán valor económico y, por tanto, hasta eso será negado a los pobres. La ética se abordará como un pasaje de la historia humana, pero se negará como condición para las relaciones humanas. La fe, como en otros tiempos, resistirá en los pasos silenciosos, pero sólidos de mujeres y hombre santos de nuestro tiempo.

Tras la premura por reanudar el andar cotidiano: ni se cuidará más el planeta, ni se respetará más la vida, ni se amará más al semejante, porque el paradigma de la posesión nos ha invadido. Poseemos cosas, situaciones y personas, por tanto, nos acreditamos merecedores de lo que existe y la gratitud nos resulta anticuada, por eso, cedemos a propuestas donde la vida debe ser fiscalizada, legislada, decretada, ponderada, pero no sencillamente aceptada.

Con todo, la humanidad seguirá su tiempo y el bien habitará en la tierra, porque solo en el espíritu humano anida una sed de lo Verdadero que inquieta y anima formas creativas de bondad y belleza que despiertan a la auténtica libertad. Así, con toda la perversidad y la miseria que ahora nos rodea, cada acto de amor a que nos mueve confirma el sentido de la existencia y actualiza lo humano, desterrando la nostalgia del pasado, aceptado con valor el presente y edificando con paciencia el futuro.

Sin más, pese al esfuerzo del poder global (que tiene rostros, nombres y destino), en campos modestos seguirá cosechándose el trigo del pan solidario que se compartirá en humilde hoguera, para nutrir las fuerzas de los padres y los sueños de los hijos, que algún día quizá multiplicarán la justicia.