La retórica, una disciplina en el olvido
Héctor M. Magaña
Estamos en tiempos electorales, y la verdad, me sorprende cuanto dependemos de los “actos” políticos en lugar de los discursos; cuanto tomamos de las estadísticas en lugar de propuestas políticas convincentes y racionales.
Frente a políticos que quieren parecer naturales, que quieren parecer que “conecten” con el pueblo, hemos olvidado el discurso inteligente; en su lugar impera la retórica por aforismos “light” y lugares comunes. La labor política se ha perdido en lo insípido, lo fácil y pegajoso. El discurso político, como escribió Cicerón, es el arte de la oratoria. Hay que recordarlo nuevamente.
La labor de la retórica tiene una larga data en el mundo antiguo. Antes de que el evangelio juanista sentenciara que el “logos” era Dios, el mundo grecolatino le había dado un gran peso a la palabra (y/o a la razón). Los sofistas, los retóricos, los sabios, los filósofos, chamanes y magos-pitagóricos sabían que la palabra era cosa sagrada, una “pharmakón”.
¿Qué es un “pharmakón”? Un instrumento que puede servir tanto para sanar como para matar. No es de extrañar que, si consideramos a “logos” como “pharmakón”, el mismo discurso podía ser tanto como edificante (“Es elocuente quien dice con agudeza las cosas humildes; con galanura y esplendidez las de más alta categoría, y en estilo templado las cosas medianas”) como pernicioso (“El que seduce a un juez con el prestigio de su elocuencia, me parece más culpable que el que lo corrompe con dinero”).
No obstante, la supuesta ausencia de él en la actualidad no significa que la retórica ha desaparecido sino que dicha retórica se ha degradado; ha olvidado su función imperativa. El discurso de Twitter, el “oral casual” y “dicharachero”, es aún, a pesar de todo una retórica, aunque la más perniciosa por su falta de originalidad.
¿Qué es un discurso retórico que haga gala de la oralidad como sumo arte? Ante todo, no excluye la falta de palabras familiares sino que con o sin uso del lenguaje coloquial, el propio discurso puede o no puede reflejar un verdadero “ethos” o credibilidad. Una auténtica credibilidad que se pierde en un “pathos” (o emotividad) que en lugar de ser catártico, como pensaba Aristóteles, enerva a las multitudes carentes de “logos”.
Un verdadero arte retórico es tripartita (ethos, pathos, logos), pero desgraciadamente en la era “liquida” como la llama Z. Bauman, es en esencia puro “pathos” irracional y poco factible pero que convierte a cualquiera en un populista que lanza sus pablaras como hechizos, aunque en el fondo, lo que vemos es un vacío sin contenido sustancial alguno.