La educación después de la Independencia
Gilberto Nieto Aguilar
“El hombre nació libre y, sin embargo, vive en todas partes entre cadenas” Jean Jacques Rousseau
Nadie podría negar los esfuerzos loables y evidentes que en México se han realizado en materia de educación desde la Independencia hasta el día de hoy. En diferentes formas, con diversas interpretaciones y según los distintos momentos históricos, el gobierno ha tratado de acortar las brechas que separan los estratos sociales para consolidar un sistema educativo en un país extenso, con enormes desigualdades socioeconómicas y culturales, de amplias y arraigadas tradiciones regionales, con una historia de sumisión y malos tratos, con una cultura de desapego, con grandes contrastes en las áreas de desarrollo, lleno de desigualdad, marginación y pobreza.
Debemos reconocer que el sistema educativo jamás se ha consolidado, a pesar del esfuerzo de grandes pedagogos, educadores y pensadores que comenzaron a darle forma en el convulso México del siglo XIX, en un laboratorio pedagógico que mezcló y experimentó ideas, propuestas y tendencias de una nación en construcción, por sobre las tradiciones educativas de los pueblos autóctonos y la educación autoritaria de la Colonia. Una nueva concepción de Estado y Educación quería nacer entre las contradicciones de los grupos que luchaban por imponer sus ideas.
Valentín Gómez Farías (1781-1858), médico y político de ideas liberales, fue el precursor de la escuela pública con la creación de la Dirección General de Instrucción Pública en 1833, incorporando elementos más allá de la religión, a diferencia de la Colonia. Las valiosas colaboraciones del Dr. José María Luis Mora, Andrés Quintana Roo, Lorenzo de Zavala, Eduardo de Gorostiza y otros, coincidieron con los conservadores en que la escuela era un canal fundamental para la transformación social. Esta idea aparece desde los primeros años independientes y aún hoy no ha podido (¿o no ha querido?) consolidarse.
En 1841 se creó el Ministerio de Instrucción Pública e Industria, pues la educación generalmente estuvo en manos del Despacho de Relaciones Exteriores e Interiores. Liberales y conservadores apoyaron el sistema lancasteriano (enseñanza mutua, los alumnos más avanzados enseñaban a quienes se rezagaban, eran menores, o apenas iniciaban), donde se impartía la doctrina católica, lectura, escritura y aritmética. Muy significativa es la expresión de Joseph Lancaster cuando dice: “Cada niño debe tener algo qué hacer a cada momento, y una razón para hacerlo”, como un ideal pedagógico a la fecha muy poco logrado.
En 1867 Juárez promulgó la Ley Orgánica de Instrucción Pública en donde se estableció la educación primaria gratuita y obligatoria, se excluyó toda enseñanza religiosa y contenía algunas disposiciones para la educación secundaria y la preparatoria, bajo los principios del positivismo. A través de las leyes liberales emitidas por Gómez Farías en 1833 y Juárez en 1867, habrían de sentarse las bases para avanzar hacia una educación libre, secular y de competencia del Estado, las dos últimas consolidadas hasta 1921.
En 1879 se fundaron en el Distrito Federal dos academias de profesores (antecedentes de la Escuela Normal) y en 1887 se fundó la Escuela Nacional de Maestros. «Joaquín Baranda manifestó que “el pensamiento dominante del gobierno” había sido y era “el de la fundación de una escuela Normal para crear, enaltecer y recompensar dignamente al magisterio”. Acordó entonces, junto con el presidente Manuel González, que el periodista, escritor y maestro Ignacio Altamirano, cuya trayectoria en materia educativa era bien conocida, formulara un proyecto de organización de la Escuela Normal de Profesores». (https://pedagogia.mx/historia-pedagogia-mexico/)
Durante el siglo XIX contribuyeron a construir el entramado educativo del sistema nacional personajes como los ya mencionados, además de Enrique. C. Rébsamen, Torres Quintero, Gabino Barreda, Carlos A. Carrillo, Enrique Laubscher, Ignacio Ramírez, Justo Sierra, entre muchos otros que por espacio no podríamos mencionar.
Joaquín Baranda, quien fuera Ministro de Justicia e Instrucción Pública de 1882 a 1901, realizó congresos con el objetivo de reunir a pedagogos, intelectuales y maestros con la finalidad de que se plantearan proyectos renovadores para la educación, que desembocaron en la Ley de Instrucción Obligatoria de 1888 y permitió fortalecer la difusión de las ideas positivistas.
Las ideas educativas durante el gobierno de Díaz estaban permeadas de un pensamiento de avanzada que le infundieron intelectuales como Gabino Barreda, Enrique C. Rébsamen, Carlos A. Carrillo y Justo Sierra, quienes desde el gobierno de Juárez insistieron con varios planteamientos a los que afortunadamente pudieron dar continuidad en el porfiriato.
México era, a finales del siglo XIX, un país eminentemente rural. Estudios de demografía histórica (Francisco Alba, SEGOB, 1993) señalan que en 1895 el 79.8 por ciento de la población vivía en asentamientos rurales (menos de 5 mil habitantes), 11 por ciento en localidades urbanas (5 mil a 20 mil habitantes) y 9.2 por ciento en ciudades (más de 20 mil habitantes). México tenía 15.2 millones de habitantes, el 58 por ciento tenía menos de 14 años y el 81.5 por ciento de la población adulta era analfabeta.
Un país tan extenso, incomunicado, con todas las desigualdades imaginables, era un garbanzo de a libra para cualquier gobierno, en mayor medida por el poco interés hacia conceptos abstractos –demasiado quizá para nuestra mentalidad de gobernantes y gobernados– de patria, soberanía, pueblo, democracia, ciudadanía, desarrollo social, distribución del ingreso, economía política, cultura, desigualdad, educación para impulsar al pueblo, y la falta de una preocupación auténtica por construir una nación progresista.
gilnieto2012gmail.com