La casa

Por Luis Gerardo Martínez García*

La edad los citó a respirar aires diferentes… lejanos. Ya no están más aquí. La casa ya no es la misma sin ellos. En el patio, el pasto se deja crecer más que antes; los árboles ahora se visten de canosa corteza y los rosales cuentan menos flores por rama al año. Testigos quienes quedaron, ausentes quienes se alejaron.

Las paredes huelen a recuerdos, los sillones nadie ocupa, los cuadros perdieron color y el espejo ya no refleja. La casa ya no es la misma. Se abren las ventanas cada mañana, esperando la visita del que se fue a estudiar para no regresar, como si el rayo del sol llenara ese vacío existente en el pensamiento, cual recuerdo fugaz.

La campana en la puerta sólo anuncia la llegada del viento haciéndoles latir el envejecido corazón, esperanzados por ver la silueta del tan esperado… y nada, sólo el viento. Temprano aprendieron paso a paso el camino de ida y de regreso, ese que lleva y trae, ese que va y vuelve. Recorrieron a trote veloz la salida; la llegada fue a paso lento hasta hacerse más espaciado y perderse con el paso del tiempo para no volver.

La casa ya no es la misma. Las recámaras están intactas: cada juguete, cada libro, cada foto quedaron ahí, detenidas en el tiempo y en el espacio, esperando también un movimiento, aunque éste tiene años que no llega. El televisor se enciende a veces, a veces tampoco, ya no es diversión como en otras épocas, ahora es ruido confuso entre voces y sonidos que no dicen nada, nada que valga. En la cocina la fruta es poca pero fresca, la leche es deslactosada (sin entender qué significa eso), las tortillas dejaron de ser hechas a manos; la abundancia se escaseó por ser prohibitiva ¿o por ser cara? No, más bien porque la abundancia se peleó con la bonanza una tarde de injusticia. 

Los diálogos de antes se volvieron monólogos ininteligibles, insaciables… amorfos.  Los monólogos de ayer hoy son silencios prolongados, acompañados de miradas serenas y cansadas, convencidos ellos de que la palabra reinventa la inteligencia cuando el otro la reconoce, le da sentido, le da imagen. ¿Y en el diario vacío del otro? ¿Hacia dónde pensarse la palabra en monólogo o en diálogo? ¿Palabra silente?

Los días se vuelven eternos y momentáneos. Ya no hay prisas… ahora todo viene por añadidura. Los minutos y las horas ya no existen, sólo los instantes. El tiempo tiene un significado diferente. El reloj que cuelga de la pared lleva marcando las 6:47 desde 1967; sólo marca lo que se espera (que no puede llegar), lo que se quiere (que no se puede comprar), y lo que sucede (que no puede pasar). Los días son diminutos de principio a fin, ese fin cumplido, anunciado ahí donde nadie sabe cuándo llegará.

La foto familiar color mate nos recuerda lo que somos (¿lo que fuimos?); la imagen nos dice la historia de las vidas, y nos detiene a pensar que todo es cíclico, que en casa los llantos, los gritos, las risas son momentáneos porque al rato ya no estarán, se irán a ocupar otros pasajes, otros pasillos, otros atardeceres.

Sin ellos la casa ya no es la misma. El frío es caliente, el calor es invernal. La comida sabe a medias, a poco de nada. Los colores se diluyen junto a la fe de la imagen sagrada, con todo y lo que falta la casa ya no es la misma. Aún con eso, mi misma casa, que no es la misma, nunca fue la misma pero sigue siendo mi casa, aún con la ausencia de ellos.

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Luis Gerardo Martínez García. Escritor. Coordinó el libro Del quehacer cotidiano al hacer que trasciende. Es miembro de número de la Academia Mexicana de la Educación.

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