Geografías mexicanas (Parte 1): entre las luciérnagas y los cerros
Por: Hugo Gaytán
Se sabe de un lugar que muchos han imaginado como el cerro de las luciérnagas. Bichos de luz iluminan el cerro como lo hace antes el sol que está por ponerse. El color cambia, ya no es aquel sombreado anaranjado, ni tampoco el verde oscuro; es ahora más oscuro que verde con intermitencias en su espacio. El cerro se ilumina de luz natural y, aun siendo oscuro, es iluminado como el espacio estelar.
Hoy, por esta noche, ignoramos la luz de las casas que se notan alejadas en lo bajo de esta majestuosa mirada alta que quiere alcanzar el cielo. Se vive un cerro lejos del bullicio mínimo de este pueblo con un poco de luna, de estrellas, de los hermanos bichos de luz llamados cocuyos y, por supuesto, de las luciérnagas.
Apreciable es su nombre. Nos resulta familiar: lampíridos y Pyrophorus (cocuyos) huelen en la memoria a algo más que Infancia:
(Corríamos como golondrinas sobre el pasto verde
mocho por las mordidas de los animales de campo;
pisoteábamos sin cansancio las tardes de sol mojado
y aparecida la noche nos acurrucábamos en los picos de los zancudos.
Éramos risas en el arroyo que se repetía
y llantos cuando en el juego tramposo no se nos advertía;
perduramos iguales en la separación aguda,
nos extrañamos infantes, lejos del poblado y del tiempo joven.)
Pero me asusta esta exageración cuando recuerdo que aquellos no pretendían ningún olor como las horripilantes chinches. Para mí, en un caso mejor, resultan sumamente hermosas las luciérnagas; así también lo es para nuestros vecinos del pueblo, pues antes se atendían los parpadeos de los bichos de luz que el andar propio cuando de alumbrar caminos se trataba; aquella indiferencia se volvió pasajera al saberse de las luciérnagas en su etapa inicial, cuando salían entre los montes y pastos para parpadear por horas y días y marcar una etapa humana. La etapa de la iluminación. La etapa del giro sobre el propio eje. Una etapa que no es más que la misma etapa, hasta el tiempo en que desaparezcan las luciérnagas. El pueblo de la 12 de Julio lo reconoce con total alegría, como los caminos que lo llevan y lo regresan hacia La Esperanza.
Los vecinos de las luciérnagas
La Esperanza contiene a los vecinos de las luciérnagas. A veces las recibe y ya contiene todo. Este pueblo se alinea a otros pequeños pueblos con caminos no lineales que distancian unos con otros a unos cuantos kilómetros. Los pueblos son como satélites naturales dentro de una misma galaxia de un vario Estado de Oaxaca, con más de quinientos planetas a los que llaman municipios. La Esperanza, un satélite pequeño pero habitable, contento con sus doscientas personas, aproximadamente, se acalora y se seca en los meses de febrero, marzo, abril, mayo y junio y, a veces, asusta a uno que otro niño y niña en los meses de julio y agosto con sus tremendas lluvias, truenos y relámpagos.
Es un lugar de conocidos, porque todos son vecinos de todos a pesar de los metros de lejanía y a pesar de los cruces de un solo y conocido arroyo que cada tiempo se hace más pedrusco, y de los montes que todavía lo acompañan. El pueblo se parte por una serpiente de piedras…
(A mi pueblo Como una naranja,el camino de piedra parte en dos a mi tierra.)
Lo acompaña desde la entrada y su salida un arroyo, a veces partiéndolo de más, a veces sólo rozándolo; tiene unos cuantos brazos que dirigen a los vecinos a sus hogares. La cabeza, en lo drástico, está en medio, pero no se mueve, sólo se mueve su gente: para algunos, cinco de la mañana es una hora para caminar sobre los brazos de la serpiente y encontrarse, con poca posibilidad, con la primera serpiente no metafórica.
La Esperanza nunca pierde su nombre a pesar de que se repita en la nomenclatura de los satélites que rondan aquellos terrenos. No lo pierde porque su gente está siempre andando, encontrando su mejor vida por las mañanas, tardes y noches. A veces se altera, presiona a su gente; su mismo nombre así lo exige, pero tampoco pierde el nombre amable con su mezcla de sabores nacionales.
Allí se han juntado y, como por coincidencia en ese pequeño satélite, se ha mezclado una fracción de la patria: Chiapas, Puebla, Michoacán, Veracruz, Ciudad de México… siendo la vida heterogénea y fértil como la que caracteriza a todas las tierras verdes. En ese lugar se mezcla el color, la voz, los gustos y los disgustos, las prácticas culinarias, la sazón y la diversidad de ideas. También se mezcla una pequeña política con sus periódicas y pequeñas asambleas. Se junta el regaño con el aplauso y los gestos. Están los tequios, las faenas, un poco de trabajo colectivo con un poco de risas y contactos roñosos. También se encuentran las fiestas en la cabeza de la serpiente, porque ahí todo es mezcla; un lugar que apenas se ve en la cartografía de la red, pero que entre su gente se distingue fácilmente. No importa el reconocimiento externo; inconscientemente, dan cuenta que es suficiente habitar y vivir un lugar que les pertenece, al que llegaron hace casi setenta años o más con el sueño, como lo ha dicho un viejo, con La Esperanza.
El libre comercio
¿Se puede hablar del libre comercio en pequeños pueblos? La competencia es mínima, aunque la hay y la hubo en algunos momentos con alguna fuerza, pero se da también la solidaridad. Unas pequeñas tiendas fungen como las representantes del capital, aunque de ninguna manera sobreacumulan; casi y apenas alcanza para las comidas diarias; casi que alcanza, pero seguro que se vive con alguna felicidad. Otros más se pasean en sus mulas, machos, caballos y yeguas; apenas se ven los burros sobre las piedras; se les extraña. Más allá del tiempo corrían graciosamente cuando todavía no existía nostalgia de este presente apabullante.
Mis congéneres me dicen, y yo les digo, en momentos de pesimismo mágico: ¡qué difícil es vivir! Y algunos viven con más facilidad y algunos con menos… y los dueños del mercado, aunque riñen, también gozan de esos ratos. Ellos también conocen la luz de los cerros y las montañas; también hacen sus grandes cerros de leña y también tienen montañas de preocupaciones: de si va a llover, de si se va a mojar la leña, de si hay que ir por más mercancía, de si hay que salir en ride esperando las lecheras.
En ese pueblo el mercado se mueve en camionetas viejas (y unas ya nuevas) y de uso duro. Los que las tienen acaparan la atención. Tiempo atrás, creo yo, la cosa era todavía más diferente. Se vivía con la pena de pedir un ride; sin embargo, al tenerlo, se disfrutaba (todavía se hace) del viento que pasaba sobre la batea y golpeaba la frente y arremolinaba los cabellos. Hay un sinnúmero de idas y vueltas hacia afuera como lo es ir a Donají, Palomares o Matías Romero, los otros centros, los pueblos globales. Y ese sinnúmero de viajes son también el alimento de los pobres y de los no tan pobres, de los pobladores y de los no pobladores, de los vecinos.
El comercio es libre, pero más libre es la venta, aunque el sol de mayo lastime como lastiman las piedras negras recogidas de las montañas vecinas. También se es libre al caminar, aunque con cierto temor, no de delincuentes callejeros sino de delincuentes del monte y de las casas: algunas víboras y algunos perros.
Las piedras de los ríos son más suaves. Hasta tienen sabor. Creo que es por causa de que se van llenando de contaminación y por los peces que sobran.
Se disfruta más de las piedras de río y del río entre hermanos y amigos. Se disfruta también del sol sobre los puentes y debajo de ellos. Se disfrutan los nados sobre y bajo el agua. En el mercado del nado sí hay competencia, pero también hay solidaridad; los pequeños compadres se retan y se dicen: ¡a ver quién llega hasta allá, hasta la orilla y toca la piedra grande, la que raspa! A veces nadie llega, pero se hace el esfuerzo, se mantiene bajo el agua, se saca poco a poco la cabeza, se aprieta el pulmón y finalmente se da una especie de respiro y gemido grande para decir: ¡hasta aquí llegué! ¡Infancia!
Deveras que la infancia pasa muy rápido, más rápido que los más rápidos del río, de los vecinos del norte, de los más salvajes y los más civilizados. Hemos tenido crecimientos diferentes. Los del norte viven abajo, pero se mantienen arriba; los del sur viven arriba, pero se mantiene abajo; los del éste viven al principio, pero quién sabe cómo viven; como que viven alejados y como que no se viven; los del oeste también están abajo, pero se mantienen arriba; y los del centro se acomodan de diferentes formas, se sustituyen; como que el agua que los rebasa los renueva. ¡Radiografía económica del pueblo!
De cualquier forma, en el centro se acomodan los mercados. Es la pauta que se repite en todos los lugares, hasta en los más pequeños, nuevos y solitarios. Y si en el centro se ubican los mercados, a las orillas los compradores o los dueños de otros mercados, de otras transacciones no comunes a la urbanidad. Al centro también se ubican los servicios de salud y educación. Una clínica, una enfermera de tiempo incompleto como su paga y una escuela suficiente para un pueblo suficiente.
Así se explora cómo se desarrollan los pueblos como el mío; los divide un mismo camino que, a pesar de los años, se sigue viendo joven; los unen los mismos pinos que, a pesar de los años, suenan como cuando era niño; los sueñan también los que se marcharon, sueñan su regreso, como cuando se sueña en casa en el llamado de mi padre, resonando mis dos nombres; o cuando suena mi madre resonando el nombre de mi hermano como si fuera el mío, como si fuera yo; pero yo no estoy ahí, ni mis hermanos, ni mis amigos; estamos esparcidos como las lluvias ya escasas de julio; nos esparcimos y volvemos porque sabemos de dónde somos, como sabemos que nunca nos quisimos ir. Nos esparcimos como luciérnagas y volvemos por la luz que se ha quedado entre los cerros.