Espaldas encorvadas

Por: Hugo Gaytán

¿Un paseo más? ¿Acaso se trata de la misma historia, de la misma retórica victimista? ¿Acaso se trata de que a cada rato, en cada rendija temporal, venga a crear mártires a quienes ni siquiera les pasa por la cabeza que alguna vez han sido víctimas? Pero es que caminar por el centro de la ciudad da para pensar(se) constantemente: es ir y volver por lo que soy, por lo que somos y hemos sido.

Les contaré lo que ahora me incomoda, aparte del asiento que no se ajusta a mi gusto. Hace años un ahora reconocido intelectual, Fernando Escalante, escribió un trabajo de investigación llamado Ciudadanos imaginarios…, algo así como la descripción de lo que no somos pero que buscamos ser; y algo así como la descripción de lo que somos pero que queremos no ser. No es que se le quiera dar vuelta al asunto, es que en lo que toca Escalante está la historia del mexicano, el arduo, el macho que, aunque intenta no evidenciar una moralidad débil, la expone con su espalda y con su manera de reverencia al otro. Hay una moralidad y es la moralidad del servicio por el bien de uno mismo. Y si el servicio y el favoritismo se corresponden, no hay nada más que buscar.

Esto, por añadidura, es solo una sarta de textos diarios que se leen como caras y trompas largas de algunos citadinos. Cuando se emprende a verlos, se ve uno mismo, como el espejo. Ya a diario duele la vista, pero también duele la espalda. Ese trauma irreconciliable con la superación del pasado se ha quedado y nos marca, desde fuera, con los comentarios de inferioridad. Acá, desdichados, nos reforzamos débiles.

Se escucha decir a los extranjeros mucho sobre la debilidad de nuestra voluntad expresada en nuestro carácter servicial, amable y exagerado cuando, desde el punto de vista de una razón individual, lo que se busca es la ventaja a toda costa, ya suceda la consecuencia de desaparecer de toda vista por inapelable conveniencia. Existe una moral privada de la que la o el mexicano no se quiere desprender, el sentimiento de desconfianza y de inseguridad, producto de la imposición y la aceptación del sometimiento de aquellos que ejercen violencia. ¡Así cuándo vamos a salir de este hoyo!

Realmente, si nos pensamos caeremos en la volatilidad de nuestras pasiones. Algo de rabia, más algo de angustia…más un suspiro. Sin señalar culpables, los huecos o los vacíos han estado durante mucho tiempo en nosotros mismos. La llegada de la colonia, el sentimiento de la inferioridad indígena y la dominación suenan en la memoria con un mal sabor y se escupe al piso en señal de asco. ¿Pero cómo reconstruirnos si la historia es parte de la piel?

Ahora hay que aprender a vivir como pieles morenas, negras y quemadas frente al ímpetu del sol naciente. Claro que desde años no se ha salido de la caverna para nada… se ha sabido enfrentar las circunstancias de ser opacado, pero ha sido a base de violencia. Se reta al otro y a uno mismo con la reacción, con la transformación del temor. Surge el liderazgo que se lleva dentro, a veces un tanto improvisado y con desproporcionada figura; y si no, se solicita o se acepta sin ningún cuestionamiento: el liderazgo se hace atractivo para quienes han vivido en la miseria de la opresión.

Relaciones jerárquicas de dependencia: eso es lo que existe. Pocos lo dicen y pocos lo aceptan, pero a la luz de los mesías, el sentimiento de apego y de salvación nos hace caer a sus pies, como quienes recogen frutas maduras caídas de los árboles. La dureza de la trama, sin embargo, es que parece que siempre hay fruta caída o, por lo menos, siempre se está mirando al suelo. Lo digo nuevamente. Todo esto es el propio hablar de uno mismo, de mí mismo, como una especie de autobiografía en recobro del pasado dicho por Escalante y de algo otro poco más emparejado, como lo remarcado por el psicólogo Rogelio Díaz Guerrero.
El relato histórico y psicológico topa en el punto del autodesprecio, seguido por lo contrario al principio de aceptabilidad personal; es decir, de la propia racionalidad autovalorativa que se debería tener como persona por el solo hecho de la sobrevivencia. Y esto sucede para conectar otro sitio: el de la necesidad de ser otro: y no cualquier otro sino el desarrollado, el del progreso, porque durante toda la historia hemos tenido la fiel acompañante miseria y marginación.
¿Qué nos falta? La superación diaria y el no rendirse. Pero vaya que se romantiza la superación y el no rendirse si, por ejemplo, vemos a aquellos venderos (de)ambulantes nunca progresar, a pesar de que han marcado sin rendirse más que nadie las calles de esta sociedad que se llena, en su centro descentrado, cada fin de semana. Lo que queda, lo digo como cuarto hijo varón, es ser el orgullo de la familia o de la nación, aunque por ello ceda mi propia personalidad por esa institución. ¡Que se sienta, por favor, el reclamo!
¿Cuál es el desenlace de este cuento nada ficticio? En México se vive en el cosmos de ceder sin retroceder, de mirar sin sostener y de besar los pies por conveniencia y necesidad. Pero hasta aquí, dejando a un lado la ironía, no es más culpable el que lo hace, sino el que ha dejado esclavizado con las marcas de cadenas físicas que ahora son invisibles…; entonces, ¿por qué no va a surgir la necesidad del otro?

Antes de que siga el síndrome del hermano menor, hay que aprender a ser hermanos y transformar(se por las) ideas. Que se ande en la calle, aun con las espaldas encorvadas, con columnas fuertes. Y, aunque mirando al piso, las ideas deben resistir, porque nos sucede que mientras las ideas se mantienen desperdigadas por quién sabe qué espacios, aquellos faltos de decencia y humildad siguen prevaleciendo con sus ideas del fortalecimiento de la confianza al otro, al estado; del amor a la patria, a la nación, cuando con penas recobro la idea de que apenas y me tolero.
¡Al diablo la ansiedad generada!

¡Al diablo lo típico y la costumbre de ver aquellas hermanas inseparables en los centros de la ciudad, progenitoras de la caridad y la dádiva! Es raro que en este centro se descarte la existencia melliza del edificio de la presidencia y la iglesia siempre juntas. Pero es solo raro porque si nombrada tradición no se observa, se ve en los restos fósiles de su violencia legítima: en las arqueadas columnas humanas nada iguales a las columnas que sostienen sus inseparables costumbres, rectas de contradicciones y de espacio y de ánimo.

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