Entre el Cielo y el Infierno Parte II

Por: Mario Evaristo González Méndez

Y líbranos de todo mal

Así reza la séptima petición del Padre Nuestro. ¿Habrá alguno de nosotros cuyo deseo sea contrario? Creyentes o incrédulos, todos aspiramos al bien y, por tanto, padecemos cuando algo nos resulta adverso. Muchos y de muchas maneras han pensado, escrito y dicho respecto de la bondad y la maldad, entonces ¿tiene algún sentido ahora traer a escena un tema tan antiguo en la historia del pensamiento humano?

Me parece que hoy la maldad tiene una peculiaridad: se ha globalizado, se ha hecho moneda de cambio, sin darnos cuenta lo asumimos como «bien público». A ratos, somos conscientes del dolor que provoca en nuestras vidas, pero con siniestras dosis de engaño terminamos dopados para aceptarlo como totalmente inevitable y terminar adaptándonos a la circunstancia, es decir, nos acomodamos.

Todos aspiramos al bien, queremos lo mejor, una buena vida; el surco de esos deseos se nutre de la fresca corriente de libertad que recorre nuestro ser; pero el río no es responsable de la maleza que brota a su orilla y que nos dificultad llegar a satisfacernos en su afluente. La libertad, contrario a lo que algunos afirman, no es la ausencia de límites, al igual que el río, si se desborda resulta en tragedia.

¿No es trágico el resultado de la desbordada libertad de quién buscando satisfacer sus necesidades viola, asesina, roba, miente? ¿No reduce a tragedia la vida de sus víctimas? Así, el mal es una tragedia para la humanidad; es una tragedia mayor que haya mujeres y hombres deformados, es decir, sin reconocer ni aceptar el límite de su libertad.

Es ingenuo pensar que las leyes y condenas pondrán fin a la maldad que nos asecha porque incluso en esto se encuentran modos de burlarlas y poco importa al espíritu indómito estar tras las rejas, si ha hecho del interior un caos que encuentra en cualquier lugar el modo de expandirse. Y lo que es peor aún, algunos de aquellos que aplican justicia remojan sus raíces en la perversión de la ley y se nutren del sufrimiento que su mediocridad provoca al encarcelar a los justos y hacer maridaje con los criminales.

Pero la tragedia para la humanidad, anida más allá del crimen: es una tragedia que el hombre y la mujer de este siglo vivan exclusivamente para trabajar; es trágico que el patrón se apodere de la vida del empleado exprimiéndola en su avaricia (disfrazada de necesidad); es trágico que los maestros ya no sueñen con una patria fraterna y se conformen con ser operarios de políticas del fracaso; es trágico que almas religiosas insistamos en tomar el lugar de «El acusador» y nos resistamos a imitar al «Buen Pastor»; es trágico que a estas horas, mientras yo estoy cómodamente escribiendo, otros están protagonizando la tragedia.

El mal está entretejido con la historia humana, de modo que, pese a los esfuerzos individuales, seguirá aguijoneando. No se trata, por tanto, de una lucha contra el mal, sino de una cotidiana conquista del bien en el modo particular de estar en el mundo y con los demás. La lucha contra el mal no puede ser violenta, eso lo alimenta; pero sí debe ser firme y decidida. Ni el cielo ni el infierno son destinos, son invitaciones, son dos llamadas distintas a modos distintos de existir: en comunión o en aislamiento. Si optamos por lo primero, debemos estar dispuestos al peregrinaje que aquello implica; si optamos por lo segundo, basta con dejarse arrastrar por la vorágine del egocentrismo.

Si, como se dijo en otro texto: «El mal es seductor, contagioso, vicioso», ¿que estamos haciendo para prevenirlo? En efecto, el enfermo que quiere sanar busca remedio a sus males y se dispone a evitar todo aquello que lo ponga en riesgo. En este sentido, cabe decir «líbranos del mal» siempre y cuando me implique en esa liberación como un ejercicio ordinario de sujetar mis pasiones y mis deseos confrontándolos con la legitimidad del bien al que me mueven.

Deseo librarme del mal que no depende de mí y ante el cual estoy expuesto, pero aspiro, sobre todo, a librarme de ese mal que soy capaz de provocar justificándome en las situaciones, en el momento; requiero estar atento a los engaños que suponen expandir mi libertad y que me hacen olvidar que la melodía es bella porque que cada nota es marcada en el lugar y tiempo que le corresponde, es decir, Belleza corresponde a Orden y esto implica el Bien.