Entre el cielo y el infierno Parte I
Por: Mario Evaristo González Méndez
¡A ti clamamos los desterrados hijos de Eva!
Así reza una piadosa oración católica y parece una exclamación poética acertada en estos momentos. Las noticias que llegan por diversos medios no dejan lugar a dudas: estamos inmersos en una asombrosa espiral de maldad. Cada día embebemos dosis embriagantes de violencia que trastornan el sentido de humanidad y configuran el mundo en escenario de monstruosidades que, por lo escandaloso de su frecuencia, terminan por integrarse sin reservas a la cotidianidad.
Mientras escribo vienen a la memoria notas periodísticas, anécdotas escuchadas o sucesos presenciados que develan la maldad que carcome la condición humana, afectando el modo en que cada hombre y mujer está en el mundo. El mal existe, no por sí mismo, sino como consecuencia del desborde de la libertad humana; toma forma en el pensamiento y el sentimiento para, al final, encarnarse en el obrar. Así, cada uno tenemos la terrible posibilidad de ser uno de esos criminales que juzgamos o una de esas víctimas que lamentamos.
Basta una silenciosa y atenta caminata por las calles de la ciudad para escuchar y percibir el dolor, angustia y desidia de quienes la habitan. El excesivo ruido, la chillante publicidad, los saturados escaparates, la premura por las redes sociales y la fugacidad disfrazada de desapego, son indicadores del vacío en que nos hallamos; es paradójico que la época histórica de mayor producción sea la que alberga a la generación más insatisfecha.
Cohabitamos el territorio, hombres y mujeres heridos por el mal. Todos, inevitablemente, nos presentamos a la vida cotidiana con asuntos irresolutos: abandono, traición, rechazo, injusticia, miedo; libramos a tientas esas batallas, cegados por la ignorancia de lo propio y apoyados en el bastón de la autocomplacencia. Nos hemos hecho adictos a los analgésicos existenciales que nos permiten la ilusión de bienestar, así hemos trastocado la época de los sustitutos. ¿Qué de todo lo que se nos ofrece corresponde genuinamente al interés humano?
Somos vecinos de miles de madres y padres angustiados que buscan a los hijos(as) desaparecidos(as); miles de hogares o incluso las calles albergan a los hijos huérfanos a causa de la guerra o el crimen; cada día mueren cientos -o quizá miles- a causa del hambre mientras a pocos metros algunos tiran la comida; tras cada rostro que cruzamos en la calle hay gritos de auxilio, mutismo cómplice o sospecha enfermiza; con cada noche muere un poco del planeta y tras cada jornada queda menos aire limpio; y así tras cada paso del tiempo, los hijos de Eva arrastran su destierro.
¡Hay motivos suficientes para creer que, en efecto, vivimos el infierno! ¿Cabe esperar algo en la condena? ¿Será el cielo, metáfora-promesa-excusa terrible que mantiene vida en este estado? Quizá lo grave del destierro es que fuimos arrojados del paraíso, pero el paraíso nunca salió de nosotros: ¡qué delirante deseo!
En medio del estado caótico ninguna certeza es contundente, correr así tras algo verdadero es temerario; pero es de comprender que, arrastrado en la borrasca de impotencias, se precipite el hombre a poner parche infeccioso sobre herida expuesta, así sus malestares se ven multiplicados y, sin quererlo, engendra epidemias.
El mal es seductor, contagioso, vicioso; mueve a la perezosa resignación y confunde destierro con privilegio para evitar volver a lo nuestro.