Emilio o de la Educación
Por Ariel López Álvarez*
Domingo, 18 de febrero de 2018
Cuenta Juan Jacobo Rousseau en su libro Emilio o de la Educación (1762) que, alguien, de quien no sabía más que su jerarquía, le propuso que educara a su hijo. Si bien le parecía una honra; lejos de quejarse de su negativa debía de alabar su prudencia, porque concluye irónicamente que “si hubiera admitido su oferta y errado en mi método, la educación habría resultado mala; al acertar con él sería peor; su hijo, hubiera renegado del título de príncipe.”
En Emilio tomaría un amigo imaginario, suponiéndose Rousseau “con la edad, la salud, los conocimientos y todo el talento que conviene para desempeñar su educación, conduciéndola desde el instante de su nacimiento hasta aquel en que, ya hombre formado, no necesite más ansia que a sí mismo.” Éste sería sin lugar a dudas un buen ciudadano.
Considerando que le correspondía a la madre dar la educación en los primeros años de vida de un niño, el escritor recuerda que más antiguamente la educación tenía un significado ya perdido —quería decir alimento—, y recomienda La República de Platón para formarse una idea de la educación pública, “que no es una obra de política, como piensan los que solo por los títulos juzgan de los libros, sino el más excelente tratado de educación que se haya escrito.”
La educación de Emilio sería efecto de la naturaleza, de los hombres o de las cosas. Explica Rousseau que la naturaleza es el desarrollo interno de nuestras facultades y nuestros órganos; la educación de los hombres es el uso que nos enseñan facultades y órganos a hacer de este desarrollo; y la educación de las cosas es lo que nuestra experiencia propia nos da a conocer acerca de los objetos cuya impresión recibimos.
Para el pensador, no basta con que los padres quieran conservar a sus hijos, sino que deben enseñarles a soportar los embates de la mala suerte, a arrastrar la opulencia y la miseria. Así es que, “vivir no es respirar, es obrar, hacer uso de nuestros sentidos, nuestras facultades, de todas las partes de nosotros mismos que nos dan el íntimo convencimiento de nuestra existencia.”
No estaba muy lejos de nuestra realidad el filósofo francés cuando señalaba que, a un niño, cuando se le instruye en todo, menos en saber vivir y labrar su felicidad, entonces se alcanza un niño lleno de ciencia y falto de razón, tan flaco de cuerpo como de espíritu; que es lanzado al mundo, descubriendo su soberbia y sus vicios, haciendo que se compadezca su humana miseria.
Al tratar la forma ideal en que debería ser educado un niño, Emilio está considerado como el primer gran tratado de filosofía de la educación. Desde ahí, se puede decir que a Rousseau no le interesaba tanto mirar la realidad educativa de su tiempo, sino las prácticas educativas desde una perspectiva más amplia; es decir, para leer Emilio hay que quitarse los tabúes de la época. De alcanzar esto, con Emilio se pueden reflexionar las disciplinas estudiadas en ciencias de la educación.
*Colaboración.