El insoportable olor de los perros
Por:Hugo Gaytán
El perro huele mal. Lo asaltan pulgas y bacterias que lo gobiernan. Huele a muerto, dicen los vecinos del centro, pero no muere. Lo ven caminar por las mismas calles de siempre, la 16, las vías y la catedral. El perro ha perdido sus pelos. Ya no se sabe de qué color era. Se observa entré café y blanquizco, despellejado. Quizá era blanco, quizá gris. Que pertenece a la calle, eso ya no importa. Ahora es escamoso y hasta terco en su apariencia felina.
Se le ha visto cerca de un indigente, es lo que dicen las personas que cruzan regularmente por la avenida 16. Nadie, sin embargo, le ha puesto atención a él, solo al perro. Entre los dos, empero, ya no se confunde el olor. Puede que sea desprecio, puede que sea angustia, puede que sea risas. Nadie lo sabe, nadie lo quiere saber. Así nadie se quiere ver ni se verá ¡por el amor de dios!
El lunes la tarde fue soleada. Son aproximadamente las seis y se está por presenciar la despedida de la última punta del sol. El perro va solo, quién sabe a dónde va. Camina un anciano casi a su lado, evitándolo. Se detiene y lo deja ir. Al frente se acerca una mujer como de unos 30 años, más o menos; a un lado lo que parece ser su esposo, que viene mal encarado, se prepara para taparse la nariz. El perro, por supuesto, no piensa nada. Es un perro de la calle. Los que viven entre ellas, ya sabemos, no piensan, ni sienten… o es lo que cree la gente.
Avanza a pasos muy lentos, se piensa, hacia su hogar después de hurgar por los botes de basura y las orillas de las banquetas, olfateando tufos de comida peores que él. Se adelanta, sin embargo, muy rápido hacia la muerte. Eso también lo dice la gente. Lo han visto cada vez más débil. Se siente en su caminar. Lleva una pata chueca, se parece un poco al aire que inunda el centro, y al actuar de la seguridad municipal. En la noche seguro descansará. Ya no está para andadas más largas como acostumbraba años antes de que fuera abandonado. De milagro vivió. Siempre se atraviesa uno que otro inconsciente, una que otra lata que con facilidad consigue la gente de esta frontera. Creo que de alguna de ellas se cuenta la historia de esa mala pata: casi lo muelen sobre el concreto, lo arrojaron varios metros, estuvo tirado varias horas hasta que un indigente se compadeció de él: le compartió de su comida y le enseñó a comer de la sobra que ya no sobra.
Ahora, los señores se le quedan viendo y, al toparlo, se alejan unos metros de él, lo que les permiten las estrechas banquetas que pegan a la avenida encharcada y rota como lo son también las otras calles que se conectan con ella. De milagro no hay sangre. A decir verdad, en esta ciudad no existen los milagros. Solo existen hombres y mujeres desafiados por la gravedad de la desconfianza y la velocidad y sonido de las luces de las sirenas.
Hoy, justamente, se olvida ese suceso. Hombre y mujer se miran. Arrugan la nariz y abren un poco más los ojos, sienten la muerte de quien avanza lentamente. ¿Qué fuera si fuera un hombre, el hombre que lo acompaña en las mismas condiciones con sus ropas sucias, rotas y sin el color vivo de las ropas recién estrenadas? Sería casi la misma actitud, si no es que peor. Algo se ha visto en los martes en la mañana cuando se acerca un sin casa a los primeros proletarios que van hacia las fábricas; o cuando, en infortunio de otros más adinerados, por la descompostura de su auto, les toca atravesar el apestoso centro pobre. Ellos se tapan la nariz y ruegan a dios no encontrarse con la verdad que apesta, con el fin del camino de la explotación laboral, los altos impuestos, la ansiedad, el estrés, los malos tratos de la sarna que ya es costra y pus, más indigentes.
Sin embargo, no hay más drama, más que los que han vivido en esos periodos cortos de segundos largos.
No hay forma de cómo ayudar al perro y al indigente, porque no son los únicos ni lo serán. La lástima, la empatía, el altruismo no alcanzan como el desprecio que sobra. La compasión se traslada como un sentimiento pasajero y la igualdad de condiciones es solo un sueño. Así, de cualquier forma, perro y ciudad tienen un parecido: no tienen dueño, ni guardia, ni espejo, ni consciencia para mirarse a sí mismos. Entre ellos, los parecidos son tantos que ya no se sabe cuál es cuál. De esto, sí, no se ha fijado la gente. A los perros se le cayeron los pelos y se le nota la piel rasgada. A la ciudad se le cayó la pintura y las paredes y le quedó el concreto desgajado. Nadie vive en sus casas porque apestan a miedo como los perros. Se han abandonado. Claro: muchos, o los pocos, no se dan cuenta: no han visto perros con rabia y hambre por estar alejados del dominio público: acercados a las máquinas y privados de interacción con quienes no se los merecen.
Ciertamente, cuando se habla del perro y del indigente, desafortunados parientes, ninguno vive de milagro. Casi como que se piensa que se van a caer al mismo tiempo. Pero esa materialización de la caída no llega, pues hay todavía fortaleza en sus mentes, venidas de las ganas de dormir y de despertar y ser acariciados con una franca mano, que saluda con gusto y compasión la piel reseca y la resaca del abandono.
El perro vive en los botes de basura y en las calles obscuras que son enfrentadas con sumo valor por prevenidos y desprevenidos, como la sarna que circunda su piel y como el olor que se esparce sobre la banqueta. El único milagro, aunque nadie lo ha pedido, es que el perro ni los edificios huecos y rústicos se desvanecen. El perro se da vida a sí mismo. Siente, como sin dejar ir el pasado, que alguien lo lleva jalando tranquilamente hacia su hogar. Así se siente acompañado. Mueve la cola a quién sabe quién. La gente dice que hasta el perro parece que ha perdido la conciencia por ese acto. Yo sigo diciendo que es el pasado, lo extraña y lo hace vivir.
Mientras el hombre y la mujer avanzan con la nariz tapada por el olor dejado en la banqueta por el felino, se juzga que ya no piensan. Han sido perturbados por la viva realidad de la ciudad. El lugar está para volverse locos, olvidarse de los demás y solo recordar la suciedad y los olores putrefactos, los orines sobre las calles y puentes y la seguridad siempre insegura. Pero nadie se ha vuelto loco… o tal vez son unos pocos los que llevan esa profesión consciente e inconsciente de matar: los que son herederos del cambio, de las promesas de la gente que se autodenomina independiente, de aquél narcisista que cuenta a diario: “vamos bien”.
¡Qué ocurrencias!
Solo de un derecho goza el perro: de no ser molestado por los uniformados, con sus armas y su capacidad de guardar las ganancias de unos vendedores informales. Con su seguridad, esas ganancias serán gastadas en quién sabe qué cosa y quién sabe hasta cuando, porque el desinterés del Elegido, el señor Narciso, por supuesto, no ha hecho milagros: no vacuna ni cuida los perros, pero los desea tranquilos, sin rugir contra su imagen.
Ahora, ingenuamente lo pienso, la culpa no es del perro, sino de sus intrusos gobernantes, las pulgas y el tiempo, las bacterias y su no mal esperada aparición. No esperemos un caminar tranquilo de hombres y mujeres sin taparse la nariz, con conversaciones chatas, incoloras e insípidas, como sabe la tranquilidad de cada noche que vuelve a su pasado. Veamos, mejor, las líneas invisibles de las calles, las pinturas manifiestas de polvo de las casas, las ganas invisibles de vivir sin hambre, los perros e indigentes que ahora, más que nunca, son ineludibles, aunque rujan menos fuerte que sus tripas.
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