El cuidado como principio político

Por: Mario Evaristo González Méndez

El relato histórico de la política inicia con la descripción de la necesidad humana de vivir en comunidad para garantizar la supervivencia, esto es, asegurar la alimentación, protección de los depredadores, resguardarse de las condiciones climáticas adversas y dar soporte a las necesidades afectivas de su psique, configurando así la condición humana.

Lo político es propio de la existencia humana. La organización es una cualidad del desarrollo del pensamiento humano que posibilita la adaptación de la especie para asegurarse la supervivencia. Así, la política, como conjunto de prácticas conducentes a mejorar la organización de la comunidad humana, se fue consolidando a tal punto que fue necesario reconocerle como un arte, un saber práctico de gran valor, por tanto, resultaba una habilidad que debía cultivarse entre los hombres.

El horizonte del saber y la habilidad políticos se halla en el cuidado de la comunidad, por eso se considera un acto virtuoso, pues quien administra el bien común ha de procurar actuar con templanza para evitar la corrupción de los medios con el fin de agenciar un bien particular en detrimento del bienestar de los demás.

Para actuar con templanza, sin embargo, es necesario el ejercicio intelectual de buscar la verdad para reconocer lo que es bueno y elegir los medios adecuados para hacerlo (prudencia); una vez discernido el bien y los medios, es menester administrar los bienes de tal modo que cada persona tenga posibilidad de procurar su desarrollo integral (justicia); además, las circunstancias adversas propias de la convivencia social requieren la determinación para hacer el mayor bien posible (fortaleza).

Las consideraciones anteriores constituyen el ideal del actor político que asume la responsabilidad de gobernar; es decir, de ser garante del cuidado del bien común. Sin embargo, sucede con frecuencia que quienes gobiernan se convierten en administradores del interés económico, reduciendo su labor a embajadores de intereses particulares que, desde la sombra del corporativismo y la institucionalidad, dictan derechos y obligaciones globales para asegurar la cesión de los bienes económicos, naturales y morales de una comunidad.

La situación de conflicto y crisis que atraviesa el país requiere del liderazgo virtuoso de mujeres y hombres capaces de cuidar de los demás, de todos. La reforma política del siglo ha de compartir la utopía de un mundo más justo y en paz, y sus agentes han de ser personas decididas a practicar en grado heroico las virtudes cardinales, de lo contrario será una política de estadísticas que satisfará el proyecto de los sombríos intereses económicos de la oligarquía.

Mirar la política como una opción para el cuidado de los más vulnerables debe ser un criterio de discernimiento para quien deseé participar en la función pública y ejercer el poder. La astucia de quienes pervierten las instituciones políticas debe hallar una muralla en la virtud ética de la política, que no cede a relativismos ni es ingenua en los acuerdos para construir la amistad social.

El cuidado como principio de acción política es sencillo, claro, pertinente y efectivo: promover el desarrollo humano integral de cada mujer y cada hombre, procurando el acceso universal a la alimentación, la salud, la vivienda, la educación y el trabajo.

Sin embargo, la intención de preservar el interés particular y conservar los privilegios complica el asunto, haciendo ver aquél horizonte como un sinsentido y calificar de ingenua toda medida que pretenda asegurar el bien de la naturaleza, de la persona y de la familia.

La verdad es cognoscible, el bien es asequible y la justicia es posible. El problema no está en la ley (que no siempre es legítima ni justa) sino en la resistencia del actor político a hacer de su obrar una virtuosa colaboración al bien común.