El canto de las sirenas

He dicho por estas tierras que no me gusta salir, pero seguro esta confesión está torcida por la influencia del canto de las sirenas, las que se escuchan cada día, entre las ranuras espolvoreadas de la ciudad y su vacuidad. A diferencia de aquella historia donde los navegantes se veían atraídos por el canto de las sirenas, aquí uno no se siente tan atraído por sus cantos, porque no seducen ni embelesan, más bien, generan miedo, sospecha.


El canto de las sirenas es efectivo. Atiende a la doctrina del miedo. Es la regla de la seguridad. Las sirenas después de cierta hora de la tarde empiezan a sonar con mayor continuidad. –¿O es que porque en las mañanas y a mitad del día estoy desatento a ellas?

No lo creo. Lo cierto, conjetura atrevida, es que su canto sí tiene efectos. Se avisa de un peligro inevitable y de un control improcedente. Por ello, el control se da desde otra de sus formas: de la introyección del miedo para tener encarcelados a los habitantes de las ciudades en sus casas principalmente a los más desventajados); la libertad de tránsito se ha
limitado a la entrada y los pasillos de las casas de las personas, las calles pierden su significado: en un futuro ya no se transitará sobre los pies, sino sobre las llantas, y el que lo haga lo hará sobre su propio riesgo (tal vez, el futuro ya nos alcanzó).


Las calles han sido invadidas por los cantos de las sirenas y sus colores que se mueven de izquierda a derecha. Navegar con los oídos tapados no es opción. En esta ciudad, que se comunica con los climas extremos del desierto y de una altitud de más de 1000 metros sobre el nivel del mar; esta ciudad, que se denomina fronteriza, que no tiene para avanzar más que para abajo porque más “arriba” se fractura la “legalidad”; esta ciudad, sí, comunica también el miedo. Con otro poco de atrevimiento digo que muchos, la mayoría, que antes disfrutaban caminar por estas calles a cualquier hora, se turban al caminarlas. Es como si por las noches, como se cuenta en las historias de los pueblos, salieran los espíritus que gobiernan la oscuridad. Aquí, para nuestra buena suerte, no hay esos espíritus (eso quiero creer), aunque para nuestra mala suerte sí existe el infortunio de la renombrada delincuencia y de la inquebrantable policía.

Aquellos que dije que ahora tienen miedo de caminar sus calles, tendrán esta o aquella razón. Primero, porque la inseguridad es una realidad y segundo, porque ella se acompaña, muchas veces, de la complicidad entre unos y otros: delincuentes y policías. Los arduos defensores de estos últimos ceñirán la mirada por tan despreciable señalamiento. Yo digo que aunque esto se busque negar, es una verdad se desprende de diversos hechos que ellos califican como ficción.


Aquí casi no se confía en la policía, los personajes que hacen cantar las sirenas. Aquí casi no se confía porque se sabe de los actos desgraciados que han cometido contra aquellos que gustan y disfrutaban caminar por estas calles. Aquí casi nadie confía en ellos porque hay razones, no simples suposiciones (https://www.animalpolitico.com/2018/10/tortura-ciudad-
juarez-video/; https://bit.ly/2u5TKMC; https://bit.ly/2T6hOJi). Lo lamentable es que la razón busca ser silenciada por el regaño de: no generalizar, no señalar y, simplemente, confiar.


Que sus defensores, y entre ellos me refiero al presidente municipal Armando Cabada, entiendan que para confiar en la policía, es necesario que ésta actúe respetando a los que acostumbraban transitar bajo el viento, el frío, el sol y la luna de una ciudad abandonada.


Que además se aprenda que mientras se quiera generar confianza en la policía por medios (deshonestos) de encubrimiento, no se hace más que seguir permitiendo sus abusos. Esto, quiero pensar que en la mayoría de las ciudades del país, no es un mito, es otra situación de las deficiencias de uno de los elementos principales de seguridad de este sistema. Por lo pronto, allá andan las sirenas bicolores; por lo pronto, tengo miedo de navegar.

Por Hugo Gaytán