El amor es para siempre
Por: Mario Evaristo González Méndez
Tanto se ha dicho y se ha escrito sobre el tema que se presta poca atención al hecho y se obvia la experiencia. No hay definición del amor que satisfaga el intelecto inquisidor, ni relato que contenga su naturaleza extraordinaria, ni expresión que manifieste la sencillez de su misterio.
El amor es tan claro y sencillo que resulta sumamente complejo para nuestra condición humana, diluida, con frecuencia, en apariencias delirantes que satisfacen lo vacíos de consciencia. La ignorancia es cizaña que hace estéril la existencia; no re-conocerse en la propia historia y en la historia comunitaria nubla nuestros sentidos, pervierte nuestro juicio y deja espacio a la corrupción normalizada de nuestros actos.
Desconocer quiénes somos en la historia de la humanidad, de la comunidad, de la familia, acorta nuestra perspectiva de la realidad personal, porque cada uno es un poco de lo que otros hicieron de nosotros y con nosotros. Nuestro dolor, nuestra angustia, nuestro llanto tienen rostros y nombre; pero nuestro gozo, nuestra alegría y nuestras sonrisas, también llevan rostro y nombre. Ninguno sufre en solitario, así como nadie se salva solo.
El amor es experiencia única en dos sentidos: primero, es única porque corresponde a una dimensión fundante del estado vital de cada persona, de modo que no hay experiencias amorosas idénticas; segundo, es única, en tanto que la experiencia subjetiva remite a un mismo objetivo y aspira a una sola realización: el Bien.
Por tanto, decir que el amor es para siempre es afirmar que toda la existencia es una experiencia amorosa, que el deseo del Bien trasciende la historia personal y comunitaria. Descubrirse un ser amante es saberse en tensión permanente entre un bien deseable y el bien mayor, es aceptarse libre para procurarse una vida bella.
El amor es para siempre, pero no del mismo modo, porque cada uno ama con su historia a cuestas, con sus aspiraciones no resueltas, con lo peor y lo mejor de sí mismo. El amor es para siempre porque cada día es un llamado a cultivar-nos, cuidar-nos; es mirar el rostro propio y ajeno con la disposición para ser compañeros amables en la brevedad del abrazo, de la sonrisa, del saludo, del beso, del sexo, del silencio, del descanso.
El amor es el acto más perfecto de la inteligencia, porque reconoce el límite de su espectro y acepta su existencia participante del eco eterno que pasa de la altiva memoria a la paz del perdón; del arduo trabajo a la gratitud, del cuerpo excitado al espíritu extasiado.
El amor es para siempre porque la eternidad es su fuente y su destino. No hacemos el amor, nos habita; no fenece, lo ocultamos; no ata, libera; no mata, da vida; a pesar de los decires y deseos, el amor, como ayer y como ahora, es fiel, permanece.