El acoso de la violencia
POR: Gilberto Nieto Aguilar
Es difícil no sentir temor hoy en día. La violencia domina todos los ámbitos sociales: las carreteras, las calles, los centros comerciales y de recreación, las escuelas, el trabajo, la familia. Puede darse por diferencias personales, discusión de una idea, status económico, raza, sexo o política. Los hechos violentos lo son aunque no haya sangre. Pueden ser las actitudes, acciones, agresiones verbales, presiones psicológicas, riñas, uso deliberado de la fuerza física o el poder, pudiéndose usar la violencia incluso contra uno mismo. La violencia es un trastorno social.
Hace uso de la violencia quien grita, lanza epítetos agresivos, injurias y denuestos. Aquél que ante cualquier problema o accidente en algún lugar público agrede en lugar de dialogar. Quien alega su derecho de ser escuchado y clama que se le concedan sus peticiones aunque no tenga razón. Quienes utilizan los medios de comunicación para denigrar a cualquier persona bajo acusaciones y adjetivos falsos, sin que exista un castigo por falta de honradez e integridad.
El 18 de octubre pasado el INEGI publicó en su boletín de prensa 592/22 que el 64.4 por ciento de los mexicanos mayores de 18 años perciben inseguridad en sus ciudades, en una encuesta que se levantó del 29 de agosto al 15 de septiembre de 2022 en las zonas urbanas. El objetivo general fue realizar estimaciones en torno a la percepción de la gente sobre la seguridad pública en las ciudades.
Tal vez no todos perciben esa inseguridad, sobre todo entre los jóvenes, pero lo cierto es que hasta en el campo existen serios problemas de violencia. Son las mujeres las que sí lo advierten hasta en un 70 por ciento, según la encuesta referida. Muchos ambientes son tensos y bastante gente prefiere no asistir a lugares públicos, y por la noche abstenerse de salir.
Me contaba un amigo abogado, hermano de dos gemelos que conozco, que a pesar de ser muy unidos, ambos han seguido sus vidas por distintos senderos. Uno de ellos se casó con una mujer muy esmerada y juiciosa y el otro formó un matrimonio común, más permisivo. El primero, de nombre Jesús, estableció con su esposa un matrimonio basado en valores y conductas que implican compromiso con ellos mismos y con los demás.
El otro, cuyo nombre no recuerdo, fue más ligero en las formas de criar y educar, y por lo tanto, fueron permisivos con las conductas de su prole. En la actualidad, ambas parejas tienen hijos veinteañeros, que son diametralmente opuestos. Los tres hijos de Jesús son muy correctos y educados, alegres y bromistas, y son buenos alumnos en las escuelas a las que asisten.
El otro, en cambio, ha luchado por hacerlos “entrar al redil” y los dos mayores beben alcohol y son desordenados. Estas historias abundan en cualquier poblado del país, pero quizá no las consideren concernientes a un modelo, pero sí me dan lugar para hacer el siguiente comentario: los menores necesitan la conducción de los mayores en tanto van creciendo y aprendiendo los asuntos de la vida por su propia cuenta. Maduran sus funciones cerebrales, cognitivas y aprenden a tomar decisiones, ser responsables y adquirir compromisos personales.
Son cosas que se aprenden y, por lo tanto, se enseñan, siendo los hogares la base para la formación de los infantes y la escuela, la continuidad reflexiva de esa formación. Dejarlos hacer lo que quieran, hacerles creer que son el centro del mundo cuando están apenas aprendiendo a interpretarlo, es lo más absurdo que puede suponer un adulto, aunque se diga que las leyes así lo determinan. Tal vez sea necesario, cuando se abordan estos temas, asesorase por expertos en genética, neurociencia y desarrollo humano para interpretar con mayor precisión el desarrollo libre de la personalidad del menor.
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