Día de la madre tierra: hacia una conversión ecológica

Por: Mario Evaristo González Méndez 

Desde 2009, cada 22 de abril se conmemora el Día de la Madre Tierra. Convocado por la ONU para «concienciar a la humanidad sobre los problemas generados por la superpoblación, la contaminación, la conservación de la biodiversidad y otras preocupaciones ambientales».

La crisis ecológica del planeta excede los límites de los problemas ambientales, es decir, el problema de fondo no se reduce a la sobreexplotación de los recursos naturales y a la contaminación del ecosistema, más bien, estos son consecuencia de una profunda degradación en la concepción antropológica de la vida. Tal como reconoce el Papa Francisco, en la encíclica Laudato Sí’:

No hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socio-ambiental. Las líneas para la solución requieren una aproximación integral para combatir la pobreza, para devolver la dignidad a los excluidos y simultáneamente para cuidar la naturaleza (n. 139).

El paradigma de la ecología integral supone la existencia de factores antropológicos que determinan el modo de concebir la vida y la organización del espacio en que se habita.

La visión mercantilista de la realidad, característica de la globalización, aborda a la persona como sujeto de necesidades y potencial consumidor, cuya finalidad es asegurar la supervivencia bajo un esquema de comodidad que asegure el «sentirse bien». Para lograr tal propósito es necesario anular el malestar que provoca la tensión de cohabitar, compartir y corresponder. Así, la oferta de espacios para vivir y para consumir tiende a seleccionar, organizar y manipular el territorio para asegurar un espacio que garantice la comodidad de quienes puedan costearla.

Vemos, por ejemplo, cómo se construyen zonas habitacionales exclusivas donde, bajo el pretexto de progreso y oportunidad, se levantan muros para asegurar el sistema de clases que otorga privilegios a una minoría y descarta a miles de mujeres y hombres, privándolos de derechos fundamentales.

Con la pretensión del desarrollo económico y bienestar social, diversas compañías e industrias explotan los recursos naturales de las regiones más empobrecidas del mundo, para devolvérselas con etiquetado y aranceles a costos excesivos, gestando así los altos índices de pobreza, desnutrición y enfermedad en el mundo, especialmente en países del continente africano.

Lo descrito no es novedad; muchos organismos internacionales y organizaciones sociales dan cuenta del estado que guardan el ecosistema y las sociedades. Sin embargo, me aventuro a pensar que la causa de tales problemas es un asunto de mayor peso, pero menos evidente a simple vista.

El instinto de supervivencia, con frecuencia, se proyecta en un impulso por satisfacer la excitación que se experimenta en los sentidos al movimiento de la vida. Dar respuesta a esas exigencias genera una fuerte sensación de poseerse, de ser para sí y por sí mismo. A mayor intensidad del estímulo, mayor disolución de la realidad. Es adictivo el estado permanente de erotismo, de adrenalina, de control.

Por ello quizá, las dosis de poder que se detentan en los puestos de autoridad, en la seguridad económica, en el rol de superioridad respecto de otros, por muy pequeñas que sean, alimentan la pretensión humana de omnipotencia. Esto, con demasiada frecuencia, desencadena violencia, pues no se está dispuesto a compartir ni a ceder aquello que da placer y reviste de poder lo vulnerable y caduco de la existencia.

La crisis de nuestra Casa Común es el espejo de lo que sucede en la interioridad de la persona. El egoísmo, la autorreferencia y la sublimación de los temores más profundos, conducen a desvincularse de la comunidad, a desterritorializarse. En consecuencia, la relación con «otro» sólo sucede en la medida en que procura una satisfacción personal que, al ser producto del ensimismamiento, no logra trascender ni reconocer el bien presente en todo lo demás.

Las buenas prácticas ecológicas impulsadas por diversos colectivos son necesarias y representan un esfuerzo digno para cuidar el medio, sin embargo, su alcance será limitado en tanto no se procuren procesos socio-culturales encaminados a la conversión ecológica, lo que implica un discernimiento sobre lo que se conoce, lo que se piensa, lo que se hace y lo que se dice respecto de la relación con los demás y con el medio, para mejorar el modo en que se co-habita el planeta e involucrarse en la defensa, cuidado y preservación de los recursos naturales, lo que exige un compromiso político con la justicia y la economía solidaria.

Para concluir, resulta oportuno recordar la invitación de Pierre Teilhard de Chardin, sacerdote jesuita, paleontólogo, geólodo, filósofo y teólogo:

¡Báñate en la materia, hijo del Hombre! ¡Sumérgete en ella, allí donde es más impetuosa y más profunda! ¡Lucha en su corriente y bebe sus olas! ¡Ella es quien ha mecido en otro tiempo tu inconsciencia; ella te llevará hasta Dios! (Cfr. Himno del Universo, p. 14).

Así pues, la conversión ecológica no es un cliché político o ideológico, es una necesidad antropológica. Somos espíritu encarnado, somos tierra y somos aire, somos paso en la memoria y somos vuelo en la creatividad.