Democracia: contra la sociedad ideal del totalitarismo

Por: Mario Evaristo González Méndez

La democracia como sistema político es la forma de gobierno que mejor responde al imperativo del bien común. Es un modo de organizar la vida social de tal forma que cada persona, en su calidad de ciudadano, procure su propio bienestar y el de su comunidad.

Así, la democracia supone un esquema de límites que procuran el ejercicio de la libertad del ciudadano en un marco de justicia, cuya referencia es el bienestar de la comunidad. La perversión de esos límites en favor de la libertad individual afectando negativamente la libertad del otro, genera la corrupción de la convivencia social, gestando de ese modo una cultura de impunidad, enfrentamiento social y descrédito de la autoridad.

Existe en el imaginario colectivo un ideal de sociedad democrática, es decir, se comparten expectativas sobre cómo debe ser ejercido el poder en las instituciones y en las relaciones que establecen entre sí los ciudadanos. Ese ideal tiende a ser el germen de asociaciones políticas que promueven su proyecto de gobierno entre los ciudadanos, quienes deberán elegir periódicamente a sus gobernantes.

Los partidos políticos, con frecuencia, cultivan aspiraciones totalitaristas: suponen que su visión política es la mejor opción, determinan una verdad oficial que buscan imponer por todos los medios posibles, atribuyen a la contienda electoral un carácter de cruzada contra lo que consideran el enemigo a vencer, y olvidando su cometido de sociedad política, se asumen como la única vía posible para superar las deficiencias del gobierno en turno.



En nuestro país el debate político es una debilidad de quienes nos gobiernan, pero también lo es entre los ciudadanos. Aún no desarrollamos una educación para la ciudadanía que permita a cada persona forjarse una opinión informada sobre los asuntos de la vida pública. La educación favorece un modelo mercantil que predispone la conciencia de empleado antes que de ciudadano.

No somos capaces de dialogar y tomar acuerdos que procuren el mayor bien (o el menor mal) posible para la comunidad, parece que siempre se trata de una guerra donde, necesariamente, unos ganan y otros pierden.

Lo peligroso de impulsar un ideal de sociedad desde el balcón del poder, es que no hay disposición para dialogar los términos en que ha de construirse ese ideal y, con frecuencia, los acuerdos no son más que complicidades para salvar privilegios de unos pocos y anestesiar la indignación del pueblo que, ocupado en sobrevivir, delega su dignidad ante el mínimo ofrecimiento de seguridad.

Muchas de las expresiones políticas de nuestro tiempo, proyectan sombras de totalitarismo tras la luz de pretextos democráticos que interpretan como libertades y derechos, pero que en profundidad son resabios de ideología que imponen lo que ha de ser políticamente correcto, censurando así la necesaria alteridad de la comunidad humana.

Si se quieren prevenir los desastres del idealismo democrático, que rayan en prácticas de totalitarismo, ha de procurarse la educación para la ciudadanía que habilite a los ciudadanos para el diálogo, la participación y el acuerdo, así como el respeto a los límites de la propia libertad en favor del bien común. Además, precisa un perfil de autoridad creativa, en el sentido de ejercer un liderazgo que promueva las condiciones necesarias para la existencia digna de todos, incluso de quienes encaran la oposición.