De la vida que nos aparta

Por: Hugo Gaytán

En realidad, estamos absorbidos. En realidad, yo lo estoy. Y discúlpenme si en aquellos días he hablado por ustedes sin su autorización. Pero sucede que no puedo hablar sin ustedes, sucede que no puedo estar en este cuarto solo sin ustedes. Es difícil. Contradictorio.
Llevo más de 10 horas sentado en una silla un poco dura. Es una silla un poco roja, con algo de café y un poco de amargura. Es también una silla con un poco de soledad, con algo de esperanza y regocijo por las charlas con los amigos de la escuela. Pero es todo. La vida de muchos está siendo limitada a algo que no es de ellos. Se les encierra en los manicomios, sus casas, y se les prohíbe el contacto humano: un verdadero castigo.

Otros están más conformes, mucho más si lo han estado durante toda su vida. Por ejemplo, yo. Han sido unos días no tan complicados que he podido llevar a un puerto sin olas fuertes. Sé que este andar es solo pasajero. Muchos lo deberíamos saber, pero, desafortunadamente, no todas ni todos, de una u otra forma, estamos en la misma situación, ni el mismo lugar, ni con el mismo clima familiar, ni con el mismo clima de nuestra geografía.

Es marzo, los calores se intensifican. Es apenas la primera probadita de la combinación del deseo de salir con el deseo de no morir quemados, ni enfermos, ni solos. ¿Hay algo que preocupa más de todo esto? Al parecer todo es una forma de muerte. Caminas por las calles con soles intensos y sientes como que te mueres. Caminas por las calles con fiebre y desanimo y sientes como que te mueres. Caminas por las calles solo, o estás en tu casa solo, sin compañía alguna, y sientes que la muerte te acompaña. En todos lados mueres y solo se salvan aquellos que resisten todas las inclemencias del momento: quienes por ningún motivo se abandonan y abandonan.

Pero esto no acaba hoy, ni acabará mañana. Seguramente así entenderemos algunas historias, como la de los encarcelados, las de los locos, o las de los asilados. Quizás de esta forma comprenderemos los sentires de aquellos que no toman el aire más que para respirar y no toman el sol más que para secar la ropa. Quizá así entenderemos muchas cosas. Alguna ventaja habrá que sacar de esto.
Pero como se habrán dado cuenta en algún momento, yo soy un completo pesimista. No confío mucho en mis creencias ni en las creencias de la gente. Confío más en la vida como información que se junta una tras otra para dar un sentido: y el sentido es que una crisis como ésta no llevará a una transformación espiritual y material enteramente positiva, como muchos seres desiderativos esperan.

Quizá se observarán algunos cambios de mentalidad de individuos individualizados y de seres abandonados en su ego, pero esto será mucho, cuando los que trabajan día a día, los que se encierran en sus noches y las cambian por los días, seguirán las mismas rutinas y los mismos comportamientos que dan origen a lo que mucha gente llama: la estructura, la cultura, la civilización, el ser urbano, la comunidad o como sea que le llamen.

Todo eso no tendrá más que una huella de un presente devastador y servirá para las historias de los hijos e hijas, de las nietas y nietos. Se compartirá como aquellos grandes relatos de lo que, se pensará, no se volverá a vivir, y se olvidará por las nuevas generaciones de forma suficiente, tanto como para pensar en nuevos comienzos.

Esta es la razón por la que les decía del pesimismo apabullante que me inunda y me avergüenza. Deseo equivocarme. Y si hay optimismo, será en la espera de que las pequeñas actitudes cambiantes, no conformes, se desplacen hacia la transformación de otras; aunque no llegue pronto, seguiré esperando. Seguramente, coincidiré con la revolución materialista y espiritual que nos mantendrá vivos; quizá también acepte la idea de que todo puede ser mejor, ahora sí, para todos y con gusto me sumaré a la causa, como ahora, con mis inútiles palabras. Algo de esto sucederá en el optimismo.
Y si no todo sucede, por lo menos tendremos la confortable idea de que tuvimos tiempo para pensar como no lo tienen otros. Quizá el optimismo se reunirá en los individuos y no en la colectividad y así seremos felices de forma particular. Suceda como suceda, nadie se salva del presente, porque seguramente, hasta el más indiferente le ha preocupado, por un momento, la vida o su vida. Porque, para desgracia de nosotros los egocéntricos, ni nuestras vidas se salvan. Estamos también al borde del barranco, frente a las sensaciones más intensas de inseguridad. Estamos solo esperando el tiempo y el lugar para salvarnos, por nuestro bien, aun con que nos importe la vida de otros.
En realidad, sabemos con más ganas, como me lo han dicho apreciables compañeras y compañeros de vida, que somos realmente finitos. Somos más vulnerables de lo que creemos.

No hemos vivido todo, o no hemos vivido nada, y ahora vivimos en el miedo. No sabemos si lo actual es solo la mínima parte de la crueldad que hemos conocido. Quizá es solo la parte más amable del mundo, como lo es aquello que llamamos desastres naturales y guerras. Quizá el tiempo ha sido tan corto que no hemos conocido lo inimaginable, lo que no sale en las películas, ni en las novelas de ciencia ficción. El cuento de esta vida ni siquiera ha comenzado. En realidad, ni siquiera somos los actores principales, porque más bien, después de la naturaleza, y de las plantas y los animales, apenas y estamos participando por ocupar nuestro lugar en el escenario.
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