Custodia el corazón: escucha
Mario Evaristo González Méndez
¿Te ha dolido el corazón? ¡Cuidado! Algo anda mal en ti. Algunas veces se experimentan punzadas, palpitaciones; otras veces la sensación es de angustia, de pesar, de tristeza; en ambos se dice: ¡me duele el corazón!
Un cardiólogo podría explicar la etiología médica de ese malestar; no es mi campo, así que no entraré en esos detalles, sin embargo, deseo recuperar la figura de la cardioesclerosis como analogía en este texto. La cardioesclerosis, según el Diccionario de la Clínica Universidad de Navarra, es definida como «Induración fibrosa del corazón. Conjunto de alteraciones que se producen como resultado del envejecimiento fisiológico del corazón». En palabras llanas, se trata del endurecimiento del músculo cardiaco, lo que provoca insuficiencia en la función vital, degenerando la salud de quien lo padece.
En la literatura judeo-cristiana el corazón es símbolo de la trascendecia, de la apertura del hombre a lo divino, la fuente orgánica de la vida; el corazón es el lugar de los afectos, de los deseos y la fuerza de voluntad que impulsa a la acción; así, todo pensamiento está ligado al corazón (Cfr. Pikaza, 2017). Por tanto, es el lugar donde fecunda el sentido religioso del hombre, es decir, el seno donde se liga fuertemente (religare) la vida, el lugar del sentido de la existencia de la persona. Por esa razón, se afirma en Proverbios: «Por encima de todo cuidado, guarda tu corazón, porque de él brotan las fuentes de la vida».
¿Cómo cuidar el corazón? Los israelitas hallan la respuesta en la Oración de las oraciones: Shmá Israel (Escucha, Israel), conservado en libro del Deuteronomio. El primer acto de fe es la escucha. El pueblo de Israel conoció a un Dios que se revela, que se comunica, que dialoga con el hombre, por eso es imperioso el aprender a escucharle. En la historia de salvación, el momento de la escucha ha sido determinante para continuar el camino de la liberación; primero la conversión del corazón para estar en libertad de optar entre la aparente seguridad que ofrece la esclavitud aceptada o asumir el don de la vida con todas sus implicaciones.
Para los cristianos primitivos, quedó claro que «la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros», de modo que a Dios se le escucha en la historia, en el acontecimiento cotidiano; habita entre nosotros, no como uno más, sino que nos habita personalmente, asume nuestra existencia respetando el don de la libertad, por tanto, habla en la vida de cada uno, incluso en aquello que desagrada, que lastima, que incomoda.
No es fácil escucharle, porque pocas veces me escucho, casi nunca habito mis silencios; cedo mi espacio sagrado a voces que entretienen, pero no dan sentido. Para escucharle, debo escucharme y escuchar al mundo para leer la historia desde sus propias voces, y situarme en la realidad con un corazón libre de prejuicios, de excusas, de autocompasión, de autorreferencia.
¡No endurezcan el corazón!, advertía Pablo a los Hebreos. La llamada del presente bien podría ser aquella. La tendencia es a resguardarse del conflicto, a no arriesgarse, a tener un plan B. La vida es movimiento y, por tanto, implica tensión y riesgo, no hay repeticiones, se vive un día a la vez y no vuelve. No endurecer el corazón implica ejercitarse en el amor de cada día, degustar el sabor de la existencia en todos sus matices, escuchándose a sí mismo, escuchando al mundo, escuchando a Dios viviente.
Nuestra época es un reto auditivo: hay que discernir todo lo que se escucha porque no todas voces procuran la vida, no todas las llamadas son hacia la libertad. Hay que aprender a escuchar y escucharnos para reconocer el mejor modo de responder al llamado de la vida. Aprender el arte de escuchar para que no envejezca el corazón, para que halle su fuente latente en todo, en todos, en sí mismo.
¡Escucha, Israel!
Referencia:
Pikaza, X. (2007). Diccionario de la Biblia historia y palabra. Pamplona: Editorial Verbo Divino.