Anecdotario 5. Después de la tormenta…
Por Hugo Gaytán Martínez*
Treinta minutos son suficientes para dar la bienvenida y despedir a la tormenta. A veces tan fugaz, a veces tan destructiva. Las tormentas mueven y desconciertan a plantas, animales, infantes, personas adultas, mujeres, hombres, etc. ¡Qué bueno es saber de ellas antes de su llegada, lamentable cuando caen por sorpresa!
Cuando vivía en mi pueblo oaxaqueño, en la inolvidable La Esperanza I (a la que vuelvo cada vez que puedo), así como admiraba la tormenta, le tenía cierto temor; ella se acompañaba, y lo sigue haciendo, de relámpagos y truenos que estremecían el suelo, como si un sismo estuviera ocurriendo. Mis hermanos mayores y yo, pasada la tempestad, veíamos a un costado de la parcela cómo el arroyo se salía de su estrecho cauce y se distribuía por la planicie, por los pastizales del vecino y hasta por los caminos del pueblo; incluso, toda esa incontrolable agua terminaba por encontrar hogar en los hogares de las familias vecinas.
En mi hogar, afortunadamente, no teníamos tal dificultad. Ubicados, menos que estratégicamente sino por consecuencia y azar de la repartición de parcelas hace aproximadamente unos 70 años, por los que allá se denominan colonos(los primeros pobladores del lugar), en una parte alta(la zona donde se encuentra la comunidad se caracteriza por tener terrenos “quebrados” con pocas planicies donde hubo grandes bosques, ahora en su mayoría extintos quedando sólo las hinchazones del suelo y veredas con caminos marcados por la actividad ganadera), veíamos cómo se distribuía el agua en la zona bajay alucinábamos con lo que podría haber pasado en las casas de las personas de ese lugar. Más tarde nos enterábamos del descontento de las personas porque el agua entraba hasta la cocina.
A pesar de eso, sin tener conciencia de los estragos de la tormenta, mis hermanos y yo nos maravillábamos con el agua allá “abajo” y nuestro espíritu inmaduro se alimentaba de una emoción que, como el agua, se desbordaba de nuestros cuerpos para querer estar allí, junto a ella, deslizándonos en el pasto mojado o en lo que se distinguía del cauce del arroyo… Algo, al final, terminaba por detenernos: la inquebrantable autoridad de nuestra madre y padre, siempre desconfiados y temerosos de los peligros del agua: en un lugar como el nuestro nunca sabes a qué hora aparecerá una víbora venenosa, una estilla lo suficientemente cortante o algún otro objeto de infortunio que pudiera hacernos daño. Esa desconfianza maternal y paternal no era vana y mucho menos ingenua, era síntoma de la experiencia de vivir, por años, diversas tormentas y diversos achaques en el pueblo.
Pues bien, una ingenuidad como la que nos distinguía a mis hermanos y a mí después de la tormenta, es la que la podría distinguir a muchas personas que hayan superado alguna catástrofe de las que se viven en la historia humana. Sí, las tormentas, en algún caso, pueden resultar positivas si las ves desde el punto de vista del arroyo o del río: el desborde no implicará su desaparición, en dado caso también sirve a los agricultores o los animales de campo, que en una zona calurosa esperan siempre un poco de frescura; sin embargo, cuando son exageradas, hasta ellos resultan afectados. Las tormentas no son juegos de infantes, pueden resultar devastadoras (destruyen siembras de maíz y frijol o arrancan las tiernas flores de árboles frutales), como esas tormentas que llamamos “crisis” desde los tiempos del capitalismo.
El capitalismo, en crisis o en momentos de tempestad, se expande como los ríos, entra a las casas de los más desprotegidos, humedece la madera y la pudre. Todo lo que toca parece destruirlo. El capitalismo es la maldición arbitraria donde los muchosestán bajo reserva de sólo actuar después de la tormenta y donde los pocos esperan a que el viento sople y se lleve la tempestad para después reír y “brindar porque todo vaya mejor”. Como fenómeno social y económico, el capitalismo se reproduce a sí mismo, parece que se diluye, pero se recupera con esa creatividad nebulosa de los banqueros, empresarios y el Estado. No da confianza una nube de ideas oscuras, donde no sabes si lo que vendrá es una lluvia pasajera o la atroz desposesión de lo que, con años de trabajo y esfuerzo, se ha conseguido y mantenido: un poco de tierra y un poco de vida. Los que se creen“dueños del mundo” (como lo decía Galeano) que podrían presentarse también como “comunistas liberales” (como por su lado lo señala Žižek), hipócritas entre tanto, esconden bajo sus sacos y corbatas su doble moral: dan caridad a los desprotegidos a cambio de una esclavitud camuflajeada a la que llaman trabajo asalariado, que de salario tiene poco y de trabajo el exceso.
El capitalismo en tiempos de crisis implica una serie de tormentas por aquí y por allá. Desde su nacimiento y en su continuidad se ha visto invariable en cuanto a crisis: es una de sus principales características y David Harvey en El enigma del capital y las crisis del capitalismolo describe muy bien. Por ejemplo, se ha puesto en evidencia –y la marca de los hechos lo dejaron claro– que desde 1973 la crisis presupuestaria estadounidense, con la elevación de los precios del petróleo, convulsionó al mundo al punto de quebrar algunas empresas y economías de los llamados “países del primer mundo”. A partir de esas fechas se han contado diversas caídas y bajadas donde uno de los ejemplos más recientes es la Gran Recesión, presenciada en el 2007, que también comenzó en Estados Unidos y se reprodujo en gran escala en el Reino Unido, Irlanda, España y también en nuestro país.
Las tormentas del capitalismo son así: quienes la generan, las grandes empresas con la explotación sin conciencia de los recursos naturales, la explotación de los asalariados, el gasto y la apuesta a las inversiones excesivas para “ampliar” el capital y “generar empleos”, la trasplantación de excedente a otros países (como es el caso, por ejemplo, de las empresas mineras canadienses en México), en general, los grandes capitales, no se hacen responsables de los daños. Eso sí, el capitalismo y el Estado inventaron algo que llamaron “riesgo moral” sistémico, donde las crisis económicas quedan bajo resguardo de los bolsillos de la sociedad, por eso de los “desastres naturales” del neoliberalismo… Los capitalistas apuestan por el desastre, nosotros lo pagamos.
En los ciclos del agua capitalista, entonces, se presenta un desequilibrio: no toda el agua “sana” vuelva a la tierra, la mayor parte se la quedan quienes tienen los medios para producir y acumular. Pero, así como se la quedan, así se la gastan, total existe una reserva de agua que la sociedad, por pura moralidad, tiene que guardar.
El capitalismo, hay que decirlo, está tan envuelto en crisis, que parece que después de cada tormenta es posible verle desde dentro: si se permite su continuidad puede originar ciclones y destruir con mayor fuerza y a mayor escala todo lo que está a su paso; por ese motivo es razonable la advertencia de los anticapitalistas, sean comunistas o anarquistas: una tormenta más ya no soportaremos: o se cae la casa y se derrumba el terreno, o derrumbamos a los capitalistas y ocupamos el terreno.
Es cierto que después de la tormenta viene la calma, pero no para todos ni para siempre. Si bien, también la tormenta puede calmarse en mi tierra, puede ser que no en la tuya, como sucedió con Estados Unidos. Hay quienes, por la tormenta del capitalismo, resultaron devastados, sin hogar, sin qué comer, sin su tierra, sin vida. Hay otros que, antes y después de la tormenta, no han tenido calma, porque para ellos la calma es engañosa, no le creen ni a la puesta de sol. Cuando la tormenta se genera y se calma en un espacio, puede estar destruyendo en otros; al final, los capitalistas son los menos afectados: están respaldados por el Estado y listos para ser salvados. En cambio, el pueblo seguirá hundido “después de la tormenta” por un tiempo más.
No hace falta ser meteorólogo para saber que vendrán muchas más tormentas, ni hace falta ser economista para saber que vendrán otras crisis: lo que hace falta es un poco de actitud y conciencia para decir NO al capitalismo, que consume a través del consumo, que busca seducir con un ganancia desigual y con grandes edificios en señal de “desarrollo”, pero que te mantiene ahí, a nivel del río, al borde de la corriente de eso que llamamos pobreza y exclusión, donde unos la sienten más que otros, donde no se sabe si seguiremos a la vista, como las piedras a la orilla del río, después de la tormenta.
*Colaboración