Actuar no simular

Por René delgado

Dentro y fuera del país crece inquietantemente el clamor instando a la administración a rectificar, con acciones firmes y contundentes, su actitud ante esos problemas. Empero, lejos de entender y atender el clamor, ésta se enconcha de más en más. En vez de erguirse y encabezar la solución, se agacha y se integra -por no decir, ensarta- al problema. No lo resuelve ni atempera, lo agrava.

El Ejecutivo, sus colaboradores y asesores no advierten que, sin afrontar esos problemas, terminarán por colapsar las otras áreas y actividades donde todavía tienen margen de maniobra. Escapa a su entendimiento el efecto colateral que provocará su actitud y tampoco miran la hora, cada vez más próxima a la debacle.

Entender y atender ese clamor nacional e internacional desde el ejercicio del poder (y, paradójicamente, del no poder) es complicado. Exige romper, hacia adentro de la élite dominante, pactos sellados por el abuso y la complicidad y proceder, en más de un caso, contra miembros, socios, aliados y amigos de ese club que hace tiempo no pisan el suelo ni respiran a la intemperie. Sin conocer ese otro terreno y esa otra atmósfera, a la administración le resulta inconcebible romper con quienes la abrazan, siendo que en el abrazo la estrangulan.

Se habla con frecuencia -y la propia administración la reconoce- de la profunda desconfianza de la ciudadanía en sus autoridades. Sí, pero casi nunca se habla y se reconoce la profunda desconfianza de las autoridades en la ciudadanía. También existe. Desde hace varios sexenios, las administraciones no creen en sus electores y menos en quienes les negaron su voto. Menos aún reconocen a la ciudadanía como tal. En su lógica, respaldarse en ella es insensato. Temen acompañarse de ella y, por lo mismo, abanderar sus causas.

Impuesta la política cupular como método fácil y único de acuerdo, ésta y las anteriores administraciones no alcanzan ya a mesurar su distancia con la ciudadanía y, entonces, desconfían profundamente de ella. No la conciben como una posibilidad de respaldo, sólo como una posibilidad de resistencia. No se la imaginan como aliado, sino como adversario. Ahí podría explicarse porqué, desde la práctica de la política cupular, confunden la política popular con el populismo y porqué, desde la demagogia, les fascina pronunciar discursos antipopulistas. Se vacunan sin saber contra qué.

En el colmo de la desconfianza que domina las relaciones políticas gobierno-sociedad, así como las relaciones al interior de la élite dominante, la administración desconfía incluso de sí misma. Duda de su propia capacidad para modificar los términos de esas relaciones y sucumbe ante la tentación de dejar las cosas como están. Presumen mover a México, pero ruegan que nada ocurra.

En esa circunstancia, la administración sobrevive al centro de una contradicción sin atreverse a resolverla y renuncia, así, a la posibilidad de ser gobierno.

El jefe del Ejecutivo manifiesta admiración por el lopezmateísmo, pero práctica el salinismo y practicar esa idea de la política lleva a cometer un error ya conocido: pretender abrir y modernizar el país de cara a la globalización en el ámbito económico y comercial, pero no en el capítulo político y social. De nuevo, la perestroika sin la glasnost. La torpeza de pretender reformar el régimen económico, sin tocar el régimen político. Creer que son estructuras paralelas sin vínculo entre ellas.

El remate del salinismo rubricado por la violencia y el miedo -el levantamiento armado zapatista, el secuestro de importantes empresarios, el magnicidio de Luis Donaldo Colosio y José Francisco Ruiz Massieu- que, además de la consecuente inestabilidad e incertidumbre política que acarreó, terminó por colapsar a las finanzas y la economía escapa a la memoria de la actual administración. Y, como en aquel entonces, apuesta al olvido de los agravios y al alivio que, en algún momento, puedan provocar las reformas emprendidas.

Hay, sin embargo, un detalle. El adverso entorno económico no sólo anula el probable efecto de aquellas reformas en el plano inmediato y mediato, sino que presagia dificultades superiores a las que hoy ya se manifiestan. No está ahí la tabla de salvación.

Es comprensible que la administración no domine ni controle las variables del entorno económico, pero no que deje de actuar, ahí, donde sí puede incidir, y que alargue la cadena de errores en que incurre desde hace más de un año.

Lo ocurrido al régimen salinista en su final, la actual administración lo está experimentando apenas a la mitad de su gestión. Le quedan tres años y de seguir por el derrotero que va, ese lapso puede resultar una eternidad inserta en una pesadilla. La administración debería entender y atender el clamor en favor de los derechos humanos y en contra de la corrupción, reconociendo la necesidad de romper con quienes lo arrastran a una crisis de crisis, económica, política y social, de una envergadura superior a las ya conocidas.

Asegurar los derechos humanos y atacar la corrupción podría, hacia adentro del país, reposicionar a la administración de cara a la ciudadanía y, hacia afuera del país, cerrar un flanco que la debilita no sólo en el capítulo diplomático y político, sino también en el económico y comercial. Nada mejor para los inversores foráneos que una administración débil con necesidades urgentes.

No es nada sencillo tomar esa decisión, pero vista la circunstancia que afronta la administración no puede continuar poniendo en práctica medidas paliativas, jugar doble o, peor aún, simular que mira por los derechos humanos y abomina la corrupción, cuando dentro y fuera del país se cuestiona su actitud.

Romper aterra a los priistas, porque su costumbre es transar. La cosa es que esta vez en el trasfondo de la alternativa, se perfila un problema de sobrevivencia.