¡Murió Alberto!
Por Francisco Ontiveros Gutiérrez*
Tristemente aquella luminosa mañana de jueves murió Alberto. El «maestro Beto». Aquel niño de Teocelo, que creció en el seno de una familia «propia del lugar»: hogareña, religiosa, respetuosa de las costumbres y conocida por la comunidad. El niño que creció jugando con los amigos del pueblo, divirtiéndose al correr por los campos y sembradíos típicos de esta zona generosa, localizada más arriba de Xalapa.
Murió aquel alumno destacado que, en la escuela, desde muy temprana edad sobresalió por su capacidad intelectual, acompañada de un ánimo inquieto. Qué bien se supieron conjugar para ir construyendo un camino firme. Murió el compañero sincero y cercano con el que los otros alumnos de «la apostólica» -conocida escuela que existió en aquella región del estado de Veracruz- sabían que podían contar, siempre dispuesto a escuchar, a ofrecer un consejo, a mirar de frente y a la cara; el compañero del aula, que con una mirada penetrante enfrentaba los libros para obtener de ellos un aprendizaje que, al parecer, le quedó imborrable en su inteligencia. Ese adolescente que se formó en el marco de una instrucción seria, de la que aprendió una disciplina tan valiosa que conservó por el resto de su vida.
Murió el hombre de fe, el trabajador que sabía que solo es verdadera la fe cuando va acompañada de las obras, pues son éstas las que la hacen concretas. Ese que tendió la mano a los pobres, a los necesitados, el que se sabía uno entre iguales: que nunca volteó su mirada al sufrimiento de los demás. El que enseñó a pensar una vida diferente, mejor, y que incluso enseñó hasta a sembrar a las personas que, con profundo cariño, lo recuerdan con noble amor en aquella comunidad enclavada cerca de Coatepec.
Murió el maestro, docente lúcido, que al llegar al aula sorprendía con sus afirmaciones, enunciando siempre y de diversos modos que el conocimiento debe volverse práctico. Aquel maestro que, en sus primeras lecciones, se convirtió en mentor de grandes figuras, unas que incluso son importantes en nuestra sociedad y que actualmente dispensan servicios muy nobles, uno de los cuales: el actual arzobispo de Xalapa. En fin, murió el maestro apasionado por el saber, el noble y de gran espíritu.
Murió el filósofo, a quien se le recuerda por los pasillos de la Facultad, con ese paso peculiar que lo distinguió. El que siempre se dijo no ser filósofo, sino gestor de filósofos, se le reconocía como un verdadero pensador, que gestionó y defendió la practicidad de la filosofía, materia que tanto le apasionaba y a la que también entregó su vida, casi por completo. El hombre con la seriedad de un pensamiento ordenado y claro, con la limpieza y elegancia de los razonamientos de la época de oro del pensamiento.
Murió el escritor que ofrecía por medio del Diario sus artículos -que se esperaban con ansias, por tocar temas de relevante importancia para la vida- en los cuales sugería una forma convincente de ver y enfrentar la vida en textos sublimes y fogosos. Ese cálido escritor y vehemente articulista. Ya se han compilado en sus Afanes decenas de ellos, a los que él llamó «recopilación».
Murió el esposo, padre y «nono», que siempre se supo en deuda con su familia, aquel a quien el trabajo tuvo absorto de manera tal que, incluso éste, distinguió y marcó su vida. Sin embargo, nos queda claro, porque nunca se cansó de decirlo, que su familia era su fuerza, su motivación, a quienes les dedica todos y cada uno de sus afanes. El esposo callado, el padre atento y el «nono» cariñoso, que siempre sonriente estaba dispuesto y atento, en su acostumbrada silla, a la luz de la lamparilla blanca que iluminaba su escritorio.
Murió el amigo que siempre tendió la mano sincera a quien lo buscó, que escuchó respetuoso. El amigo siempre atento, cálido y presto a ayudar. Aquel que visitaba y compartía su vida, por las tardes, con sus entrañables amigos coevos, quienes con sincero corazón enfrentan esta pérdida, en el silencio y esperanza.
Murió y ahora ha regresado a su querido pueblo natal y así como hace casi setenta años, es recibido por sus padres, a quienes tanto quiso. Regresa acompañado del cariño de tantos amigos, familiares, alumnos y compañeros.
Murió Alberto, un gran hombre que extrañaremos sinceramente. Nos alegramos con él, que ha cumplido su misión. Y ahora ha visto pagada su esperanza. ¡Gracias «maestro Beto» por hacernos sentir parte de esa misión! Aunque ha muerto, sabemos que para usted ha iniciado en realidad la vida.