Los profesores: encrucijada y vigor

Por: Mario Evaristo González Méndez

Soy profesor. Sospecho que siempre supe que quería serlo y en el transcurso de mis días afirmé mi opción por dedicarme a la educación. Amo mi trabajo con el grupo de estudiantes, generalmente son jóvenes y adultos, con quienes disfruto cada clase donde procuramos un espacio de diálogo para el aprendizaje.

No es un trabajo fácil, y sostengo que no cualquier persona es capaz de desarrollar el arte de la docencia. Escucho con frecuencia dimes y diretes en torno a nuestra profesión; son días en que todo mundo sabe sobre salud, educación y política. Todo mundo sabe qué es lo mejor en cada caso, paradójicamente, todo parece ir de mal en peor; y al hablar de soluciones nadie dice “esta boca es mía” o son muy pocos quienes se implican en acciones de mejora.

La mayoría de los profesores reconocemos en nuestras motivaciones profesionales un anhelo de colaborar para que el mundo sea cada día un mejor espacio para todos y creemos que la educación es el medio más eficaz para hacerlo. Muchos también nos desencantamos al topar nuestros sueños con un estorboso aparato burocrático que, sin sentido pedagógico, ordena el qué, el cómo y el cuándo del proceso educativo.

El ciclo escolar 2020-2021 se desarrolló con muchas dificultades para todos: estudiantes, padres de familia y profesores. Los efectos de la pobreza, el desempleo, la brecha tecnológica y la mediocridad tomaron por asalto el débil estado que guarda la educación en México.

Los resultados de este periodo escolar dejaron mal sabor de boca en la mayoría de los actores educativos. Los padres de familia culpan a los docentes, es comprensible, pues nosotros damos la cara por un sistema que no respalda el quehacer docente, pero que exige todo, y que desacredita la capacidad profesional y demerita la función social que desempeñamos.

Las autoridades declaran con serenidad la continuidad del proceso educativo tras las cámaras de televisión y los micrófonos, mientras mantienen en el abandono a la escuela pública.

El presupuesto destinado a la educación (3% del PIB) además de insuficiente, se destina en 98% a mantener la estructura burocrática y sindicalizada que alberga auténticos vividores. No hay presupuesto para mejorar los libros de texto, que lo requieren con urgencia, ni para garantizar el acceso a los servicios de luz, agua, drenaje e internet en miles de escuelas, sobre todo en el medio rural e indígena. O se tiene el cinismo de invocar la solidaridad social para garantizar el derecho a la educación (como es el caso de los asesores educativos de INEA), sin comprometer el dinero del erario público en la función sustantiva del estado como rector de la educación en el país.

Muchos profesores, sin embargo, asumimos el reto de educar en la adversidad, nos resistimos a ceder el sueño democrático de la educación ante el capricho de intereses anónimos que se asientan en el poder económico y político.

Muchos estudiantes presumen su mediocridad al haber aprobado el curso sin el mínimo esfuerzo. Enoja y frustra, pero ellos son el resultado de la ausencia de autoridad y responsabilidad en la familia, del abandono del estado en la garantía de la educación y también de numerosos profesores que, desencantados de su profesión, renunciaron a dar lo mejor de sí.

Para el ejercicio de nuestra profesión en medio de la pandemia no quedan muchas opciones. Ante la encrucijada que nos plantea el reto de la educación: o nos acomodamos en el pasotismo y la mediocridad o renovamos el vigor de nuestras convicciones para dar lo mejor de nuestra profesión con creatividad, pasión y acción.