Comunicación pedagógica: un reto para el docente del siglo XXI

Por: Mario Evaristo González Méndez

«Comunicación» proviene del latín communicatiocommunicatiōnis, formas derivadas del verbo latino communicare, que significa compartir, intercambiar algo, poner en común. Así, comunicación se refiere al acto de compartir o poner en común lo que pensamos, lo que creemos, lo que somos.

Hay una considerable cantidad de estudios sobre la comunicación humana en general y la comunicación pedagógica en específico. Entiéndase, para efectos del presente, que la comunicación pedagógica es el acto comunicativo que sucede entre el docente y los educandos con el propósito de compartir saberes, aptitudes y valores que contribuyan al aprendizaje.

El tiempo de pandemia obligó a poner distancia entre docentes y educandos, agudizando el problema de la comunicación entre ellos, porque a pesar de los esfuerzos que ambos realizan para continuar su actividad educativa, la telecomunicación impone el límite de la virtualidad y la consecuente deformación de la realidad (o adaptación, como prefieren llamarlo algunos fanáticos de la novedad para hacer del defecto una virtud).

El siglo XXI, llamado por algunos el siglo de la comunicación, impone un reto importante para los educadores: saber comunicar pedagógicamente. No es tarea fácil ni se resuelve de forma efectiva con la capacitación; la comunicación del docente requiere una genuina disposición para encontrarse con el otro, condición necesaria para poner en común lo que se piensa, se cree y se es.

La comunicación de nuestro siglo, mediada en gran parte por herramientas digitales, ha sabido decir, pero no comunicar, pues carece de capacidad para el encuentro; exhibir no es lo mismo que compartir. Si los docentes nos dejamos llevar por la vorágine de la moda, corremos el riesgo de diluir nuestra función en el vaivén del espectáculo.

Quizá diseñamos una llamativa aula virtual, pero no trascendemos el espacio del monitor para llegar al corazón de los estudiantes. Si la comunicación pedagógica descuida el valor de la presencia y el afecto, entonces la práctica docente será tan tradicional como en siglos anteriores, a pesar de todo el recurso tecnológico innovador del que disponga.

Los docentes necesitamos cultivar un discurso crítico que anime y materialice los sueños de justicia y equidad; urge que la palabra sea verbo que proyecte su fuerza transformadora del aula a la sociedad. Los docentes debemos a los estudiantes el ejemplo del valor de la palabra; hay en la cultura enormes vacíos de congruencia que están siendo ocupados por mordaces dictaduras ideológicas que desprecian la ciencia y la belleza de la verdad.

Umberto Eco, destacado semiólogo, filósofo y escritor italiano, advertía: «El drama de internet es que ha promovido al tonto del pueblo como el portador de la verdad». ¿Y quién es el tonto del pueblo? «Tonto» es participio de attonare, denotación del verbo latino tonare, que significa hacer ruido fuerte, tronar; de esta manera, se dice tonto de aquella persona que queda pasmada o espantada por un ruido fortísimo. Si esto es así, ¿qué puede producir la comunicación que estimula con excesivo ruido y grotescas imágenes al receptor-espectador? Tontos, sujetos pasmados y miedosos, manipulables y ansiosos.

La comunicación pedagógica para el siglo XXI, tiene que ser una razonable resistencia a la virtualidad que impone modos homogéneos de ser y de existir. Y sólo será posible si el docente toma distancia de la moda y la ideología dominante, para ver con mayor nitidez los efectos nocivos que genera la comunicación basada en el ruido y el espectáculo.

La tolerancia es actitud fundamental para que la comunicación del docente sea pedagógica. No se trata de conceder, por cortesía, el valor de verdad a todo lo que se dice, ni de ser permisivo a cualquier actitud que atenta contra la dignidad de la vida de cualquier persona, aunque se justifique en el derecho. La tolerancia sucede cuando se es capaz de sostener una postura contraria a la del otro y, con todo y esas diferencias, se comparte amablemente el espacio y se valora la parte de verdad y de belleza que posee el otro; sin renunciar a la propia identidad ni diluir las convicciones personales en un conveniente y perezoso relativismo.

La valentía es otra nota que debe distinguir la comunicación pedagógica. La palabra del docente debe ser voz que denuncia los abusos y las estructuras de opresión y anuncia las posibilidades de superar esas condiciones. La palabra del docente ha de saber dar voz a aquellos que son silenciados por el descarte de la ideología y el fanatismo disfrazados de progreso.

La comunicación pedagógica ha de afirmar la alegría de vivir. La voz revela el verbo y el verbo manifiesta el movimiento de la vida. Sólo es posible compartir la vida, movimiento que evidencia el estar existiendo. Un docente apático, miedoso, acomodado, devaluado, difícilmente logrará que su discurso tenga un efecto contrario a lo penoso de su estado vital. Sólo quien ha optado por afrontar la vida con gratitud, valentía y esperanza, con sus luces y sus sombras, está en condiciones de compartir y compartirse, como lo afirmaba Paulo Freire.

En el contexto de angustia generado por múltiples factores, el docente no puede renunciar a la exigencia revolucionaria de su función social. O potenciamos el efecto generador de nuestra palabra en el encuentro con los estudiantes o dejamos que la verborrea del tonto los siga educando y degenerando la cultura.