Un sonido inolvidable, un tango para la eternidad
El músico argentino Gato Barbieri creó sensaciones memorables con su saxo, tocando como los dioses.
Por CARLOS BOYERO*
Gato Barbieri, durante su actuación en el V Festival de Jazz de Madrid en 1984.
Gato Barbieri, durante su actuación en el V Festival de Jazz de Madrid en 1984. Bernardo Pérez
Sería complicado, fatigoso o impúdico para cualquier melómano explicarles a los demás las razones por las que determinados discos ocupan un lugar a perpetuidad en sus fibras más íntimas desde la primera vez que los escucharon. Después de miles de audiciones (de acuerdo que los LP se rayaban, o expulsaban después de colocarlos 10 veces en el plato aquel ruidito que ahora recuerdas como algo más entrañable que molesto, y que los CD tampoco garantizan eterna duración, algo al parecer eliminado en las audiciones a través del prodigioso Internet, pero los trogloditas siempre identificaremos la música con los discos de vinilo) les siguen emocionando, giran en su cabeza y en su corazón, se han convertido en la banda sonora de lo que han vivido, querido y sufrido. Y tal vez ese amor, obsesión, complicidad, no la protagonicen incuestionables obras maestras de la música, esa condición con atributos intocables llamada clasicismo, sino que esos sonidos o esas voces que alborotan permanentemente el alma obedecen a motivos que solo conocen ellos, aunque haya otras personas, muchas o pocas, que compartan ese amor.
Aquella música y el saxo que rugía, lloraba, gritaba, eran inseparables de las imágenes, eran pura seducción
Descubrí al mismo tiempo y en idéntico lugar a un pintor y a un músico que me perturbaron. Ocurrió en un cine de Perpiñán hace cuarenta y tantos años. En los títulos de crédito de Último tango en París aparecían pinturas fascinantes de gente deformada y desgarrada, en proceso de descomposición, mientras que el sonido de un saxo expresaba lamentos. Eran el anticipo y la simbiosis perfecta de una historia febril, brutalmente emocional, en carne viva, de un lirismo que hace daño, con una interpretación de Brando que está más allá del elogio, en la que volcó muchas y dolorosas cosas de sí mismo. Las pinturas iniciales eran de Francis Bacon y la banda sonora la había creado Gato Barbieri, con la impagable colaboración en los arreglos del gran Oliver Nelson.
Aquella música y ese saxo que rugía, lloraba, gritaba, inquietaba, reflejaba el luto, el romanticismo más duro, desesperación, resultaban inseparables de las imágenes, eran estados de ánimo, era pura seducción. Los sonidos que ambientan la febril carrera en el amanecer de París de ese Brando borracho persiguiendo a su último tren vital, representado por esa mujer joven, sofisticada y ya desencantada de un juego tan sensual como peligroso con un desconocido blasfemo y erótico pero que también está envuelto en tragedia, o al final del estremecedor monólogo de Brando ante el cadáver de su suicidada esposa, te alborotan el corazón para el resto de tu existencia. O por lo menos el mío. Y ya sé que versiones edulcoradas de aquella banda sonora suenan plácidamente en los ascensores y en los escenarios más descafeinados. También suena Van Morrison. Y no me extrañaría que se atrevieran con las canciones más broncas de Tom Waits. “Para que la desesperación se venda bien, solo es preciso encontrar una fórmula”, aseguraba Léo Ferré. Como casi siempre, tenía razón.
Después de aquel hermoso conocimiento, seguí durante varios años las huellas de Gato Barbieri. Recuerdo discos irregulares con momentos sublimes, como la volcánica entrada de su saxo después de ir presentando todos los instrumentos de la banda que le acompaña en el disco The Third World, Chapter One: Latin America. ¿O era en el tema final, grabado en directo en Brasil, de Chapter Two: Hasta siempre”. Da igual. Solo sé que desde el maravilloso John Coltrane, ningún saxo me había llegado tan dentro como el de Gato Barbieri.
Tiempo habría para la decepción. Y llegó. Primero en un concierto lamentable que dio en Madrid. Le habían precedido los días anteriores el arte torrencial que desprendían la trompeta de Dizzy Gillespie y el piano de McCoy Tyner, dos leyendas con causa. Pero no recuerdo que Gato Barbieri me provocara ninguna sensación perdurable. Solo había ruido caótico y presuntamente vanguardista. Sonaba como un colgado inútilmente obsesivo. Eran los años en los que molaba cantidad el free jazz. Pero no todo el mundo podía tocar como Ornette Coleman ni navegar con tanta personalidad y estilo como él por terrenos inexplorados y ariscos. Y después llegaron discos repetitivos y prescindibles, aunque te encontraras su música hasta en la sopa. Durante un tiempo no excesivamente largo fue bastante popular, pero sus temas sonaban a fórmula con dudoso encanto.
Durante un tiempo no excesivamente largo fue bastante popular, pero sus temas sonaban a fórmula con dudoso encanto
Y de repente pareció que había desaparecido. Lo reencontré en la película de Fernando Trueba Calle 54. Y su breve actuación era impresionante. Te devolvía el sonido que alguna vez amaste. Fernando me contó que se encontró con alguien afable pero transparentemente machacado. Alguien que todavía se iluminaba un poco recordando sus trabajos con Bertolucci y con Glauber Rocha, añorando la época dorada de la nouvelle vague. Y Fernando me traía un regalo perdurable. Era el enmarcado LP de la banda sonora deÚltimo tango en París con una dedicatoria muy cariñosa del hombre que la creó, rematada con el dibujo de un gato. Han pasado muchos años, pero no me canso de mirar la portada de ese disco ni la firma que le acompaña. Es la de Brando vestido de negro y con los ojos cerrados tumbado en una poltrona. Da miedo imaginar lo que pasa por la cabeza y por el corazón de ese tipo crepuscular, a punto de definitiva derrota. Y tengo claro que, si tuviera que salir un día corriendo de mi casa por riesgos inminentes, intentaría ante todo llevarme conmigo esa portada, otra dedicada por Brassens en el último disco que publicó y algunas fotografías de niños y adultos muy queridos.
Leo que Gato Barbieri ha muerto arruinado y solo. Y me conmueve. También me entero de su convicción de que los músicos de jazz no le consideraban uno de los suyos y que los músicos latinos tampoco le consideraban de su gremio. Ojalá que su orgullo o la creencia en su arte le evitaran sentirse demasiado solo. Y qué bien le sentaba la ropa, los sombreros, a ese señor que parecía más chulo que un ocho. Y que alguna vez creó sensaciones memorables con su saxo, tocando como los dioses.
*Colaboración.