Rilke: el flaneur místico
Algunos poetas dejan de lado, sin previo aviso, un género para saltar al precipicio y arriesgarse a la novela. Sylvia Plath lo logró con su novela La campana de cristal y Rainer Maria Rilke (1875-1926) con Los cuadernos de Malte Laurids Brigge. En la novela, Rilke sigue desarrollando sus antiguas obsesiones de poeta. El universo se le presenta como una fuente de estímulos simbólicos que el recrea o destruye. Rilke es un poeta-profeta, heredero de Zarathustra. Un espíritu errabundo que deambulo por toda Europa, pero cuya casa siempre fue la lengua alemana.
Malte Laurids Brigge, un indigente-aristócrata, deambula por París como un errante de patria y espíritu. La enfermedad le sirve de apoyo para cultivar un espíritu contemplativo. Se pierde entre las cafeterías y callejones franceses mientras piensa (como Nietzsche) que dios ha muerto. La conexión entre el mundo de los entes y el mundo del ser esta irremediablemente rota. Malte Laurids Brigge está en un mundo industrial, y atomizado. ¿Qué hacer? El poeta tiene que entrenar la mirada para recibir los símbolos del mundo circundante. La muerte, entonces se toma como un símbolo, como una luz que nos refracta a nosotros y nos revela un mundo se posibilidades, de nuevas miradas, un mundo vibrante.
La revelación final enseña que el la mirada se vuelve cárcel (“el infierno está en otros”, Sartre). Los objetos encierran una prisión, nos atan, nuestras raíces se vuelven cárceles y nuestras relaciones con los demás se vuelven ataduras. El espíritu está condenado a ser libre. La revelación/maldición del poeta es la condena de lo errante. El poeta es el errante eterno, el espíritu cuya mirada tiene que huir de lo visto, el hombre que debe huir de sus pensamientos. Ser el flaneur que proclama la muerte de Dios y la condena de la libertad.