Los últimos versos que te escribo

Por Mónica Maristain.

Mira aquí arriba, estoy en el Cielo / Tengo cicatrices que no pueden ser vistas / Tengo drama, no puedo ser hurtado / Todos me conocen ahora / Mira aquí arriba, hombre, estoy en peligro / No tengo nada más que perder…
Los versos de “Lazarus”, el último videoclip que grabó David Bowie no paran de resonar en mi cabeza. Un hombre que no tiene nada que perder esboza como gesto final una aventura artística traducida en el último disco editado, Blackstar y en esa película estremecedora donde aparece con los ojos vendados, echado sobre una cama de hospital, en un ambiente con las paredes desnudas, sin lujos, sin otras imágenes más que el despojo.
Pensar en él es también reflexionar sobre las enfermedades terminales, sobre la muerte, claro. Desde que murió el domingo y lo supimos en la madrugada del lunes, no paramos de llorar. No faltan en ese sentido los que afirman que en realidad lloramos por la pérdida de nuestra juventud.
Bueno, es un modo de verlo. En mi caso, hace rato que no soy joven al menos en un contexto social donde a los 30 ya eres viejo. Sin embargo, tenía muy pocos años cuando asesinaron a John Lennon y mi espíritu se vio igualmente devastado.
Sin embargo, ahora que no soy joven, la vejez es un territorio lejano, vacío, donde no entran las ganas de hacer cosas que se multiplican con la porfía de una existencia en la que muchas cosas que antes no entendía aparecen ahora con una claridad refulgente.
Bowie estrenó el video de “Lazarus” el pasado 7 de enero, un día antes de cumplir 69 años y tres días antes de morir.
La película fue dirigida por Johan Renck (Breaking Bad), quien dijo haber tocado el sol en la tarea junto a este hombre “intuitivo, juguetón, misterioso y profundo”.
“No deseo hacer más videos sabiendo que el proceso no puede ser tan formidable como lo fue en este”, dijo Renck.
Hoy sabemos que para hacer dicho video y completar su último disco, el artista debió enfrentar enormes esfuerzos físicos echando mano de un cuerpo envenenado por un cáncer de hígado cuya existencia sólo conocían sus seres más cercanos.
“Seré libre como un pájaro azul”, dice en un momento la canción. Y las lágrimas se desatan sin parar al escucharla.
“Desde hace un año sabía que sería así. No estaba, sin embargo, preparado para eso. Era un hombre extraordinario, lleno de amor y de vida. Siempre estará con nosotros. Por ahora, es apropiado llorar”, escribió su productor histórico Tony Visconti.
Y es lo que hacemos: llorar por Bowie y llorar por nosotros, aunque no estoy tan segura de que este estado de ánimo sea sólo por la juventud perdida.
Al contrario, saber que murió tan joven en el sentido estricto de esa tarea encomendada que no dejas de hacer ni siquiera cuando estás clavado a tu lecho de muerte, no sólo agiganta la figura del artista que acaba de dejarnos, sino que pone a nuestra pequeñez frente a un espejo difícil de ver.
¿Estaremos a la altura cuando la muerte nos llegue? Es ese heroísmo del que fuera –como bien apuntó su amigo Iggy Pop- “el mejor de nosotros” el que nos tiene tan desolados.
David Bowie no admitiría una sola cursilería causada por su muerte. No podríamos decir sin ofenderlo que hizo esos últimos versos, ese último disco, para dejárnoslos como legado, que lo hizo por nosotros.
Lo hizo porque era David Bowie y sólo él podía dar la última batalla contra la muerte con esa hidalguía y esa seguridad en el arte al que dedicó su larga existencia –después de todo, vivió casi 70 años-. Y su grandeza nos hace minúsculos, por supuesto. A la vez que nos exhorta a hacer algo con nuestra propia muerte, un hecho en el que seguramente no habíamos pensado nunca.
Estamos condenados, solemos decir. Y es cierto. Nacemos para morir. Pero sólo si eres David Bowie puedes tomar partido por la vida de un modo que hasta la propia Parca se asuste y termine mostrando su enorme fragilidad, su savia inútil.
Morir así no es morir, es vivir hasta el último minuto con la firme convicción de que hay que luchar para ser libre como un pájaro azul.
Por eso lloramos, porque este es un mundo más feo ahora que David Bowie no está en él. Y lloramos también porque nos damos cuenta de que tenemos muchas cosas por hacer y que esas cosas no dependen de los años, del tiempo clasificado, de las etiquetas que marcan la juventud o la vejez de una persona.
Verlo con los ojos vendados, cantar con esa voz de terciopelo, me recordó a ese texto que aprendí hace muchos años –cuando era joven- casi de memoria. Es de Opus Nigrum, de la siempre presente Marguerite Yourcenar. Lo digo casi susurrando, como una plegaria, en un modesto homenaje al rey David, yo, su súbdita. http://www.sinembargo.mx/opinion/16-01-2016/44386