El Espacio (cuento)

Por: Miki Balbuena

Enriqueta no entendía cuál era la necesidad de su novio y sus amigos por querer verla casi todos los días. Ella quería ser capaz de quedarse en casa los días que quisiera sin tener que rendirle cuentas a nadie. Trabajaba de lunes a sábado sin descanso, llegaba a altas horas de la noche y a duras penas lograba hacer media hora de ejercicio frente al televisor y calentarse la comida que se había preparado con antelación el domingo.

En ocasiones, se le salían lágrimas de los ojos mientras le tomaba sorbos a la sopa tibia. Su mamá decía que ella era muy joven como para preocuparse por su futuro: “¡Todavía tienes un gran camino por recorrer!” Era la forma en que la consolaba. No obstante, Enriqueta se sobrecogía cada vez que entraba a redes sociales y veía que lo mucho que sus compañeros de secundaria, preparatoria y universidad habían avanzado. Algunos tenían hijos, tenían su propia casa y su trabajo era estable con un salario decente.


Enriqueta sentía que se asfixiaba entre todas las publicaciones; su pecho se hinchaba con un aire doloroso hasta que finalmente explotaba en lágrimas. ¿Por qué las cosas tenían que ser así? ¿Cómo es que había terminado compadeciéndose de sí misma?

A sus treinta años todavía vivía en la casa de su mamá, la situación con su novio era incierta y todavía tenía que recibir cierta ayuda de sus padres porque el dinero no le alcanzaba para sus gastos; a duras penas podía costearse el transporte y la comida, pero no podía comprarse ropa nueva ni pequeños gustos. En ocasiones tenía que pedirles prestado para conjuntos de trajes o vestidos porque en la oficina se lo pedían (o la ropa se iba desgastando). ¿Cuánto tiempo más tendría que estar así? Consiguió el trabajo como secretaria a los veinticinco años pensando que sería una forma de “obtener experiencia laboral”, pero lo que no esperaba es que tendría que quedarse seis años en el mismo puesto porque no encontraría algo más y que académicamente tampoco podría crecer porque el dinero no le alcanzaba para estudiar posgrados.

Dinero ni tiempo.

Y ahora estaban sus amigos y el novio: exigiendo tiempo a diestra y a siniestra. Se sentía rodeada en un mar de gente que la hacían sentir vacía. ¡Si tan sólo tuviera espacio!
Enriqueta lo deseó con todas las fuerzas que tenía, sollozando y haciéndose ovillo antes de irse a dormir.

El día siguiente, era domingo. Le tocaba visitar a su novio.

Antes de ir a visitarlo, se miró al espejo: tenía los ojos irritados, la mirada cansada y unas profundas ojeras oscuras. Su cuerpo se sentía cansado y parte de su cuello dolía al girar.
La sorpresa se la llevó cuando llegó a la calle de su novio: tenía años yendo allí. Sabía que era una privada pequeña con tan sólo diez casas y no era muy tardado llegar a la casa una vez que pasabas por la miscelanea. Sin embargo, por más que avanzaba, parecía que la privada no tenía fin.

Ya llevaba cinco minutos, siete, diez y todavía no podía llegar. ¿Qué estaba pasando? Recibió la llamada de su novio preguntando si Enriqueta ya estaba cerca.
—¡Estoy afuera! Pero no logro llegar a tu casa.

El novio la tachó por exagerada y salió a ver qué era lo que ocurría. Efectivamente, la podía ver al fondo de la privada. “¡No puede ser con esta mujer!” Él sacó un resoplido sin creer lo que estaba ocurriendo.

Pasaron otros veinte minutos para que ambos se percataran que, aunque se podían ver, no podían acercarse el uno al otro.

Entre más tiempo pasaba, Enriqueta cada vez lo asociaba a su deseo y tras una hora de intentos, lo comprendió: Finalmente tenía su espacio.