Ciencia, ética y ecología
Víctor M. Toledo*
A diferencia de la ciencia decimonónica, que fue la época de las grandes síntesis y de los célebres naturalistas, la investigación científica del siglo XX se fue gradualmente poniendo al servicio de la guerra y las corporaciones. El proceso de despliegue y maduración del aparato científico de los países se fue convirtiendo en un proceso de mercantilización del conocimiento. El capital corporativo en todas sus ramas no sólo generó ciencia para sus intereses, sino fue cooptando la investigación de universidades públicas y oficinas gubernamentales mediante el financiamiento de múltiples proyectos. En Estados Unidos, por ejemplo, el financiamiento corporativo para la ciencia y la innovación pasó de menos de 40 por ciento a 65 por ciento entre 1965 y 2006. La imagen idealizada de una ciencia al servicio de la humanidad, que por cierto es el dogma que enmarca la mayor parte de la llamada divulgación científica, se fue convirtiendo justamente en eso: una ficción alimentada por la falsa idea de que existe una sola ciencia, que es moralmente buena e ideológica y políticamente neutra. Hoy, en sólo las 10 mayores empresas fabricantes de armas laboran unos 100 mil científicos e ingenieros que usan sus conocimientos y destrezas para la destrucción.
En contraste con los países industrializados, donde la ciencia realiza con eficacia su rol al servicio del capital, en los países en vías de serlo aún se mantienen islas o burbujas de ciencia al servicio de sus sociedades (en sus universidades y tecnológicos públicos). Sin embargo, conforme el capital corporativo se expande e incrementa su influencia, estos bastiones de pensamiento científico independiente van cayendo uno a uno y la tecnociencia termina dominando irremediablemente.
A diferencia de otras disciplinas, como la química, la física, la biomedicina, la biotecnología, la genómica o la nanotecnología, la ecología, que lleva como objetivo central el estudio de la naturaleza y, en consecuencia, su defensa y protección, no es tan fácilmente cooptable, porque el capital es, en esencia, una fuerza de destrucción del mundo natural. Existe en principio una contradicción aparentemente insalvable entre capital y naturaleza, de tal suerte que la viabilidad de la llamada economía verde, la fórmula propuesta para salvar a la naturaleza haciendo negocios, es una ficción más. Es por ello que empresas y corporaciones optan por realizar actos glamorosos de prestidigitación: lavan su imagen (green washing) mediante intensas campañas publicitarias, apoyando proyectos y publicaciones, volviéndose mecenas de premios y reconocimientos, y, en fin, buscando legitimarse mediante la cooptación de celebridades del mundo académico.
Todo lo anterior ha estado sucediendo puntualmente en México con una particularidad: en el país un desusado número de sus más notables investigadores en ecología se han prestado a apoyar a los principales corporativos de manera acrítica. Ya en artículos anteriores mostré el doble juego (depredan y destruyen al mismo tiempo que se hacen empresas verdes) de corporativos como Cemex, Bimbo, Telmex (y la Fundación Slim), Walmart, Grupo México, Coca-Cola y notablemente Volkswagen, cuya enorme campaña ambiental “por amor al planeta” se convirtió en un gran odio: la compañía adulteró por años los filtros anticontaminantes de los motores de millones de autos.
La amplia colaboración de científicos mexicanos (de la UNAM, el Tecnológico de Monterrey, la Universidad Veracruzana, la Conabio, etcétera) en el lavado de imagen de las corporaciones ha sido bien documentada. Por ejemplo, en el comité científico de Volkswagen (E. Ezcurra, R. Dirzo, G., Ceballos, R. Medellín, E. Enkerlin, E. Rodríguez), o en el consejo técnico de la Fundación Coca-Cola (M. Molina, J. Sarukhán, J. Carabias, E. Ezcurra, E. Enkerlin, O. Vidal). Por su parte Cemex edita libros de conservación con la ayuda de científicos, mientras comete fraudes fiscales, oculta ganancias multimillonarias, soborna autoridades y ha convertido Monterrey en la ciudad más contaminada de América Latina. Un caso emblemático es el del magnate Carlos Slim, quien perfora pozos, construye túneles para el trasvase del agua, compra 90 mil hectáreas de tierras costeras en Baja California e intenta abrir mineras en contra de las comunidades (Tetela, Sierra Norte de Puebla), mientras se exhibe como naturalista ferviente mediante sendas alianzas de su fundación con el WWF, la Semarnat y la Conabio, con la cual ha convertido la biodiversidad del país en territorio Telcel.
Estos servicios de lavado de imagen alcanzan la dimensión de un gigantesco fraude científico en el proyecto de reforestación y captura de agua iniciado hace casi 10 años por unas 30 empresas en al menos cinco parques nacionales (Popo-Izta, La Malinche, Pico de Orizaba, Monarca y Cofre de Perote), con la anuencia y complicidad de la Semarnat, la Conanp y la Conabio. Entre las empresas destacan Audi, Bimbo, Cervecería Modelo, Volkswagen, Bentley y Televisa. Este proyecto, sin base científica sólida, permitió a las corporaciones propagandizar la reforestación de cientos y miles de hectáreas en esas áreas protegidas, en terrenos donde naturalmente no crecen árboles, sino pastizales (como en las 3 mil hectáreas del Paso de Cortés), y bajo una técnica (tinas ciegas) que provoca azolves y erosión (ver video).
Frente a esta gran complicidad entre instituciones públicas medioambientales, empresas, corporaciones y renombrados ecólogos mexicanos brotan las preguntas como hongos. ¿Por qué la falta de escrúpulos derrota el rigor académico y la ética ambiental de investigadores famosos? ¿El poder siempre devora el conocimiento? ¿No deberían las instituciones y colegios académicos establecer códigos de ética? Y, en fin, ¿es válida una ciencia sin moral? ¿Una ciencia sin conciencia?