Reseña. El último tren. (México, 1996)
Por Abigael Xilot Sánchez*
El cortometraje producido por Pablo Gómez Sáenz, El último tren, con una duración de 25 min, originalmente trabajado en formato VHS y dirigido por José Luis García Agraz destila sutileza, no sólo en su planteamiento argumental, sino en su ejecución misma. Con un elenco de actores conformado por Arcelia Ramírez, Ana Ofelia Murguía, Gina Morett, Ana Bertha Espin, Montserrat Ontiveros, Carlos Cardan y Alexander Dahm, se inyecta vida y sentido a temas que desde hace años calan en lo más profundo de la estructura básica de nuestra sociedad, la familia.
Por medio de diferentes planos y de la fotografía a cargo de Santiago Navarrete, la videograbación nos proyecta la vida de dos jóvenes, Lucía y Felipe, curiosos por su sexualidad, inquietos y hasta temerosos por descubrir qué hay detrás de esos tabúes que subyacen en esa compleja trama de emociones y de esos temas celosamente guardados por una sociedad muda, y paradójicamente complaciente en muchos casos en la preservación de roles tradicionales para el hombre y para la mujer.
Con escenas en un primer plano, tratando de resaltar los rostros y las expresiones corporales la cinta muestra confidencialmente cómo Lucía consulta con su maestra, las inquietudes y expectativas que tiene respecto a las relaciones sexuales, del matrimonio, la virginidad, del amor… quien vaga e indiferentemente, contesta con respuestas cortadas, difusas y sin mucha importancia, por lo que la joven se encuentra envuelta en una confusión difícil de descifrar y por lo tanto no tiene claridad de los acontecimientos.
Asimismo, con la riqueza que permite la cámara, la película nos proyecta historias secundarias que incluyen temas como la masturbación, consumo de alcohol y otras sustancias, la falta de expectativas personales y profesionales, la significación y lo que generalmente se piensa de las relaciones premaritales. Por curioso que parezca, un video realizado de y a finales del siglo XX, sigue reflejando patrones culturales vigentes de hace varios siglos: una sociedad machista, con prejuicios ancestrales y modelos de educación arcaicos.
A través de la cinta, se permea sutilmente el papel de la escuela, la cual sin duda, por medio de este proyecto cinematográfico nos genera una crítica acerca de las falencias del sistema educativo, persuadiendo a un cambio de conciencia en torno a las formas de educar, destacando la necesidad de una participación activa y responsable no solo de la propia escuela, sino de toda la comunidad.
Es de celebrarse que este documental tiene la gran virtud de volver a poner sobre la mesa el inconformismo, no solo de nuestros adolescentes en las aulas de educación básica, sino en la mayoría de nuestros estudiantes de todos los niveles. En efecto, plantea la necesidad de como docentes defender el desarrollo de una educación integral centrada en el amor, el respeto, la libertad y desde luego en el aprendizaje. Desarrollo del que valga rescatar el difícil e irrenunciable reto de una educación cada vez más carente de significantes.
Es cierto que en el modelo tradicional, bajo la enseñanza de contenidos jerarquizados, poco o nada pareciera importar la calidad, en tanto que como persona poco se coadyuva en la libre elección del estudiante. Lo inquietante es que una vez fuera de las instituciones educativas, él estudiante, como Lucía o su hermano, tendrá que enfrentarse a un medio hostil en el que, quiéralo o no, tan solo valdrá lo que pueda demostrar mediante competencias, conocimientos y actitudes. Tal vez, sea preferible reflexionar, entonces, el cada vez más difícil papel del profesor que también señala la película.
A 20 años de la producción, esta historia sigue vigente pues es una impresionante obra cinematográfica que circunscribe la difícil etapa de la adolescencia recomendable para aquel que guste de películas serias y con un estructurado argumento de fondo en el que finalmente podemos ver que la escuela es una un espacio institucional que salva y dignifica vidas.