Pesadilla en el oasis: migrantes esperan refugio en México atrapados entre los cárteles, las pandillas y las autoridades

En un albergue de la frontera sur, migrantes centroamericanos cuentan la desesperación que sienten por no saber cómo salir del limbo en el que están. Mientras esperan respuesta de las autoridades a sus solicitudes de refugio, saben que no pueden volver a la violencia de sus países y son amenazados por delincuentes mexicanos.

“Mira wey, vas a depositar lo que te pedimos. Y no queremos mamadas, o ya sabes lo que pasa”.

La amenaza le llegó a Kevin, un centroamericano de 25 años, a las pocas horas de llegar a un albergue de la frontera sur, del que por motivos de seguridad él y otros migrantes piden que no se den más detalles, así como tampoco de sus verdaderas identidades.

Con el celular en la mano, el joven, quien ya es padre de tres hijos, dice mostrando el mensaje de texto que él y otros cuatro compañeros llevan desde entonces aterrorizados, sin apenas dormir ni asomarse a la puerta del refugio donde —al menos en la teoría— hay un acuerdo tácito para que puedan transitar por el perímetro equivalente a un campo de futbol sin temor a ser detenidos por el Instituto Nacional de Migración (INM).

—Le tengo pánico al cártel —murmura en un susurro casi inaudible, mirando desconfiado para todas partes, como si viera “orejas” del narco hasta en los niños que corretean por el patio del refugio, persiguiendo una vieja pelota a la que dan patadas con los pies desnudos.

A continuación, tras guardarse el teléfono en el bolsillo del pantalón, el migrante se quita la gorra que usa con la visera para atrás. Tiene el pelo negro azabache, la tez cobriza, los ojos almendrados y una barba de candado oscura que contrasta con la blancura de sus dientes.

—El muchacho que nos extorsiona está ahí afuera —susurra de nuevo, apuntando disimuladamente con la nariz hacia el exterior, donde hay varios changarros de comida y un tipo sentado al que nadie molesta—. Todo el mundo aquí sabe que es de un cártel. Se queda todo el día ahí afuera, en el puestecito de comida, vigilando si entramos, salimos o qué hacemos.

Nada más llegar a las inmediaciones del refugio con sus cuatro compañeros, Kevin cuenta que el tipo “les echó los ojos” y se acercó con ellos. Los llamó aparte y se presentó como integrante del cártel, del que el migrante también prefiere no dar el nombre. Luego les dijo que los llevarían a la frontera norte a cambio de 3 mil dólares cada uno, pero muy pronto se percataron de que aquello no era una oferta: les dieron un número de cuenta bancaria y les hicieron darles sus números de celular, con la indicación tajante de que tenían que responder siempre que los llamaran o les escribieran por WhatsApp o SMS.

“No queremos mamadas”, los amenazó desde la primera vez.

Ahora, el centroamericano se frota los ojos enrojecidos por el estrés y la falta de sueño, y repite mirando hacia el suelo arcilloso por las últimas lluvias tropicales que no sabe qué hacer para salir de esta pesadilla.

Volver a su país, de donde salió huyendo hace ocho años tras el asesinato de su padre, no es opción, sentencia mientras se seca con el dorso de la mano el sudor que le escurre a chorros por la frente debido a la humedad.

—Y ahora allá la cosa está todavía peor que antes—asegura—. Hay un desmadre de muertos que vos ni te imaginás. No podés poner ni un puestito de comida porque al rato ya tenés encima a los pandilleros, y si no les das su plata te caen a machetazos, como a ese de ahí…

Ese de ahí es Orlando, un migrante de 40 años con ambos brazos amputados a la altura de los codos, una enorme cicatriz que va de la oreja a la boca y otra rajada detrás del cráneo. Luego de que le segaron a machetazos los brazos, ya no pudo volver a trabajar como albañil. Entonces, intentó poner un puestito de tortillas con su esposa, hasta que, de nuevo, la pandilla le exigió la mitad de las ganancias diarias y decidió huir.

En Estados Unidos, recuerda Kevin, su vida era buena. Allá trabajaba en la construcción, tal como delatan sus manos agrietadas y repletas de pequeñas cicatrices producto de los cortes y las heridas. No era rico —insiste—, pero a sus hijos no les faltaba de nada y la familia llevaba una vida “digna”. Estaban viviendo su versión del “sueño americano”.

Pero un día todo cambió. En un encuentro con la policía por una infracción menor, los agentes checaron sus antecedentes y le informaron que había una orden de deportación en su contra por haber cometido, supuestamente, una violación sexual por la que en su país le pedían hasta 20 años de prisión.

De inmediato, Kevin fue detenido y expulsado del país.

Tiempo después, sentado ahora en una banca de piedra, el migrante jura y perjura con los ojos húmedos que todo fue una acusación falsa de una expareja con quien tuvo una relación cuando él tenía apenas 15 años. De hecho, tras meterse rápidamente a los dormitorios del albergue y salir corriendo con un papel en la mano que extiende con sumo cuidado, como si fuera su tesoro más preciado, dice que la justicia de su país ya le dio la razón absolviéndolo de toda culpa.

—Mirá, no te miento. Yo te hablo con pruebas —insiste y agita el papel.

Sin embargo, a pesar del “sobreseimiento definitivo” de la causa que señala la hoja en letras mayúsculas, Kevin no podrá reingresar a EU al menos durante 10 años, aun cuando su familia continúa viviendo allá y los asesinos de su padre en su país lo buscan en las calles de la colonia.

—Es una injusticia —masculla con rabia, mordiéndose los labios—. Aunque he probado que soy inocente —agita de nuevo el documento—, no puedo hacer nada. Es una marca tremenda la que te ponen, porque ya no podésentrar a Estados Unidos legalmente—. ¿Y ahora cuál es la única opción que me están dejando? —se pregunta retórico, tal vez más para convencerse a sí mismo que a quien tiene delante—. Pues meterme a la brava —se responde tajante—. Migrar sin papeles y que sea lo que Dios disponga.

Es mediodía y, pese a que las lluvias intermitentes y las nubes espesas han dado una ligera tregua a la zona, el calor es sofocante. Pese a ello, niños, niñas y adolescentes migrantes que pueblan el refugio continúan jugando con la pelota vieja en la desgastada cancha del albergue.

Algunos, especialmente los más chicos —aquí hay hasta bebés casi recién nacidos, cuyas madres cargaron mientras evadían retenes migratorios— juegan todavía con la felicidad que da la inocencia.

Sin embargo, a muchos esa inocencia hace tiempo que se las arrancaron prematuramente. Jonathan, por ejemplo, tiene apenas 13 años, pero a su edad ya tiene gestos, ademanes y la forma de hablar de un adulto. No en vano migra solo huyendo de las pandillas que en Honduras lo quieren reclutar a la fuerza. Anthony, un niño de 10 años de ojos muy negros, piel cobriza y corte de pelo a lo Daddy Yankee —como muchos de los otros niños—, responde presto que migra con su madre porque a su papá lo asesinaron las maras y ahora los buscan a ellos. Y Sol, una niña guatemalteca de ocho años, ya hace de hermana y madre. Emigra porque su propio padre las busca para matarlas.