El duelo de Francisco Toledo

Por Javier Aranda Luna.
Un duelo es un combate. También una ceremonia del adiós. Los antiguos mexicanos inventaron unas guerras que llamaron floridas para prolongar la vida del sol. El corazón que arrancaban a los guerreros presos era su alimento.

A sus muertos comunes también los preparaban para transitar por la patria de los descarnados. Los acompañaban sus perros y algunas pertenencias. A las mujeres muertas en parto las consideraban guerreras y su destino final era el sol, como el de los hombres muertos en combate.

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Sus reyes eran caso aparte: les construían una montaña mágica para albergar sus restos en el interior. Descenderían por la pirámide al inframundo para hablar con los dioses.

Los duelos de hoy en nuestro país no se parecen a los de la antigüedad: ni los combates se parecen, ni las ceremonias del adiós. Aunque el duelo entre la vida y la muerte persiste, sus rituales comparados con las guerras floridas son una vulgaridad. No se sacrifican guerreros dispuestos a morir para alcanzar la gloria. Ni se busca alimentar al sol. Y los adioses se diluyen en fosas descubiertas en quién sabe adónde, en vertederos cuyas aguas nadie podrá volver a mirar.

Los heraldos negros que nos manda la muerte, sus bárbaros atilas, confunden la gloria con los flashes de la notoriedad. Creen que el combate es la cifra de los caídos por su mano, las bombas que lanzan contra los desarmados, las orejas que cortan, las cabezas que arrancan. Su lógica es el haga sido como haga sido. Balean al portero y meten gol mientras su tribuna, fiel hasta el último billete que reciba, les aplaude con furia. ¿Cuántos llevas? Después de 200 perdí la cuenta, no importa.

Duelo también es el nombre de la magnífica exposición del poeta de la arcilla alucinada; del zapoteco que abrevó en los mitos de su tierra Juchitán para construir, ante nuestra mirada estupefacta, otros donde la sexualidad electriza a todo ser vivo y los sueños con sus pulsiones incandescentes son la esencia de los días.

Solamente tres veces colaboró Carlos Monsiváis en la legendaria revista Vuelta de Octavio Paz. En su texto más importante retrata, como pocos, a Francisco Toledo. Lo llama el zapoteco de la arcilla estupefacta, alucinante. Allí Monsiváis nos dice que el artista juchiteco es autor de su propia tradición, o mejor aun, un inventor de sus tradiciones: pues nada de lo que aparece en su obra había existido antes, ni las leyendas, ni las paradojas del animismo visual.

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Una de las esculturas que se muestran en la exposición Duelo, de Francisco ToledoFoto cortesía del MAM
Pero en su reciente exposición exhibida en el Museo de Arte Moderno, más que la sexualidad frenética –la única real–, Toledo nos acerca a la muerte, al dolor, a la sangre, al duelo. A la muerte que nos tiñe de rojo, nos desmembra los cuerpos y nos arranca el rostro. A ese México profundo que sólo miramos en un espejo de sangre.

Con Duelo, Francisco Toledo se reinventa una vez más. Allí está su zoología fantástica, pero también el horror hecho barro. Son ollas, platos, huesos, amarrados a una vasija como una urna, pensando en los muertos que ha habido recientemente en nuestro país, nos dice el artista.

Muchos de los rostros de arcilla son de jóvenes. En una de las piezas la muerte aparece montada en el lomo de un adolescente con su cachucha de beisbolista. La muerte pretende arrancarle la cabeza de los hombros, pero es tan joven la víctima, resiste tanto, que la muerte exhausta abre sus fauces y saca la lengua de cansancio. En otra de las piezas un pulpo inmenso está a punto de violar a una mujer. Sólo sus muchos brazos que alcanzan todo le permitirán el crimen.

La muerte de Toledo, a diferencia de la de Posada, no es festiva, no baila, no invita a comérsela en figura de azúcar. Es áspera y roja; devora en ácido, cercena con el hierro y la moneda que se hace un sinfín de eslabones, amarra con su cuerda de muchos hilos.

Pero la muerte también tiñe de rojo al ave y al insecto, al caballo que ya no corre y al perro que confió en nosotros como especie hace 12 mil años y que lo decapitamos por nuestros torpes ritos que pretenden garantizar la vida, fecundar la tierra, enriquecer nuestros días.

Unos y otros se pierden en las zanjas oscuras, en las urnas de los sin nombre, en los agujeros negros donde se esconde la postrera.

Duelo es una exploración estética por el horror y la sangre; por la violencia de hierro que atraviesa al país. También es una magnífica síntesis del artista alucinado que se indigna y exige justicia con su mejor recurso: con las imágenes que construye para atraparnos.