Cierre de la UCA en Nicaragua: otra estocada al pensamiento

En la prestigiosa universidad jesuita se graduaron figuras connotadas de las letras, las artes y el derecho. Y otras no tan célebres, como la jueza que irónicamente ordenó su confiscación.

El cierre y confiscación de la Universidad Centroamericana (UCA) de Nicaragua, consumado el pasado miércoles bajo acusaciones de «terrorismo”, es el más reciente golpe del régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo contra la educación y la libertad de pensamiento.

En los últimos 20 meses, el gobierno clausuró y confiscó otras 26 universidades privadas, afectando el futuro de más de 37.000 estudiantes que fueron «absorbidos” por un aparato estatal de educación pública. Un mudo universo de alumnos sometidos a un esquema de pensamiento único, en un país con un partido único, pues todas las opciones políticas divergentes han sido eliminadas.

Y en esa vorágine imparable, en la cual Ortega ha cerrado más de 3.000 ONG en menos de dos años, la UCA era «la cereza del pastel”.

Fundada en 1960 por la Compañía de Jesús, la UCA fue la primera universidad privada en Centroamérica. Por sus aulas pasaron conocidos periodistas, escritores, abogados, psicólogas e historiadoras, que luego fueron los mejores docentes del país.

El Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica (IHNCA), ubicado en el campus de la UCA, es el más importante foro de documentación bibliográfica y hemerográfica del país. El centro de estudios Nitlapan, la revista Envío y la Radio Universidad llegaron a ser referencia en la divulgación del conocimiento crítico y el debate de las ideas, que los exalumnos evocamos como un verdadero tesoro.

El 12 de abril de 2018, seis días antes del estallido de la revuelta social contra Ortega, la UCA fue escenario de un mitín de estudiantes que salieron a la calle para reclamar al gobierno por no actuar frente a un incendio que consumía la reserva biológica Indio Maíz, en el sur del país. Una semana después, esos jóvenes y muchos otros se involucrarían en la mayor rebelión de las últimas cuatro décadas en Nicaragua.

En los meses siguientes, bajo el humo de los gases lacrimógenos y las balas disparadas por policías y paramilitares contra manifestantes civiles, la UCA abrió sus portones para dar refugio a estudiantes perseguidos, golpeados, heridos. Salvó la vida de defensores de derechos humanos y de los periodistas que documentábamos la represión.

En el oficio judicial girado por la jueza Gloria María Saavedra, que paradójicamente se graduó en sus aulas, se acusa a la UCA de haber funcionado como «un centro de terrorismo”, imputación rechazada por la Provincia Centroamericana de la Compañía de Jesús. En un comunicado, la congregación jesuita negó los cargos y acusó a Ortega de impulsar «una política gubernamental que está violando sistemáticamente los derechos humanos y parece estar orientada a consolidar un Estado totalitario”.

Desde la crisis de 2018, la UCA había estado sometida a un progresivo acoso oficial, que se tradujo en acciones como su exclusión del Consejo Nacional de Universidades (CNU) en 2022 y con ello de los fondos que recibía del presupuesto estatal, que le permitía financiar las becas de casi 2.000 estudiantes de escasos recursos.

Una de las manifestaciones estudiantiles de 2018 frente a la UCA, en Managua. (Archivo: 02.08.2018)

A inicios de 2019, el IHNCA albergó el Museo de la Memoria «Ama y no Olvida”, una exposición itinerante creada por familiares de jóvenes asesinados en las protestas del año anterior. En respuesta, la Policía incrementó sus patrullajes en torno a la universidad, obligando a los alumnos a estudiar bajo un permanente estado de terror.

El rector de la UCA, José Alberto Idiáquez, fue condenado al destierro en 2021, al no poder retornar después de un viaje porque el gobierno no le renovó su pasaporte, como lo ha hecho con miles de nicaragüenses forzados al exilio, despojados de su nacionalidad, o bien impedidos de salir del país por retención de documentos migratorios. Y en este torbellino se enmarca la guerra contra la Iglesia católica, que tiene al obispo Rolando Álvarez preso y condenado a 26 años de cárcel.

La incertidumbre atormenta hoy a casi 6.000 estudiantes de la UCA que no saben qué pasará con sus clases o qué educación recibirán en el futuro. Muchos tramitan aceleradamente sus títulos profesionales y muchos más tal vez nunca puedan obtener sus constancias de notas, requisito indispensable para convalidar sus diplomas en el exterior.

Tras el cierre de la Academia Nicaragüense de la Lengua, la Academia de Ciencias y otras instituciones educativas, la confiscación de la UCA es un paso más en la estrategia del gobierno de Nicaragua por acabar con el pensamiento libre.

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