Carta de la relación
Cristina Pacheco
Querido amigo:
Odiabas que te dijeran “te conozco”. Entiendo que te sentías atrapado en esas dos palabras, pero debo emplearlas: porque te conozco no me preocupa tu silencio. Imagino que, guiado por tu insaciable curiosidad, andarás tratando de conocer rincones, parajes, escondites. En ese afán, dudo que tengas tiempo para escribirme. (Aunque suene a reproche, no lo es.) Prefiero tu silencio a esos mensajes breves que no dicen nada y que me dejan con el temor de que frases como “no te preocupes, estoy bien”, o “todo arreglado”, oculten contratiempos que a ti te parecen irresolubles: una llave que gotea, una mancha de humedad en la pared, un plato roto.
Detestabas maltratar libros y romper cosas: una taza, un vaso, un frasco de tinta. Recuerdo haberte visto muy deprimido porque se te resbaló de las manos un florero decorado con pensamientos. Lo compramos en un bazar de Mérida. Los cuartos olían a moho y la luz artificial que parpadeaba te recordó tu casa de Veracruz: la hamaca de hilo blanco y la voz de aquella sirvienta que, para halagarte, cantaba Cabellera negra.
No es el momento para preguntarte quién era aquella mujer. Ahora no recuerdo su nombre. En cambio, tengo presente su figura cuadrada, su pelo casi a rape y el temblor de la mano derecha con que seguía el ritmo de las canciones aprendidas en la radio: su compañero junto con las cucarachas inmensas y aladas, ya inmunes al DDT, que aparecían en los rincones.
Siempre me intrigó cómo sería la vida de esa mujer cuando, pasadas las vacaciones decembrinas, nos despedía en la puerta de tu casa –un porche, una puerta, dos ventanas enrejadas, un laurel de la India– entregándonos regalos a cambio de promesas: “Vuelvan pronto”. Aún me provoca curiosidad cómo habrá oído el golpe de la puerta cerrándose a sus espaldas y el rumor de sus pies descalzos recorriendo los cuartos para asegurarse de que no hubiéramos olvidado nada. En tal caso, en su primera llamada telefónica nos lo diría con un agregado: “No se preocupen. Aquí se los guardo para cuando regresen”.
En mi derecho a recurrir a la imaginación pienso en Francisca –¡acabo de recordar el nombre de tu angelical sirvienta!– corriéndole el pasador a las ventanas, tendiendo las toallas húmedas que dejamos tiradas en el baño y encendiendo el radio que tenía en la cocina para oír algún programa de complacencias musicales. Me pregunto si Francisca alguna vez marcó el teléfono de la estación radiofónica para solicitar alguna de sus canciones predilectas: Dos minutos, Cenizas o Amar y vivir.
La letra de este bolero es preciosa: “Se vive solamente una vez./ Hay que aprender a vivir y a soñar./ Hay que saber que la vida/ se aleja y nos deja llorando quimeras./ No quiero arrepentirme después,/ de lo que pudo haber sido y no fue…” Quizá haya alterado los versos porque los estoy citando de memoria. La tuya era impecable. Muchas veces, para divertirnos mientras te cortaba el cabello, la poníamos a prueba.
II
Debido precisamente a mi mala memoria decidí comprarme otro cuaderno dónde anotar los asuntos que se refieren a ti para comunicártelos. Siguen llegándote estados de cuenta, machotes para que te suscribas a publicaciones literarias, clubes de enólogos o círculos de gourmets.
Los empleados bancarios que trabajan a comisión te buscan con admirable tenacidad. Llaman a las 8 de la mañana o a las 10 de la noche, seguros de que a esa hora te encontrarán, para hablarte de los beneficios de una nueva tarjeta o una inversión. Descuelgo la bocina y escucho una frase amable, aprendida en el instructivo de procedimientos: “Mi nombre es fulano de tal. ¿Cómo se encuentra usted hoy?” Mis respuestas no siempre son amables y varían de “mal” a “pésimo”, “ahí la llevo” o el detestable “le estoy echando ganas”.
Enseguida me pregunta por ti. Le digo que no te encuentras. Duda de mi palabra. Lo disimula y persevera. Desea saber cuándo volverás porque tiene una información muy valiosa que necesita “compartirte” –así dicen, no te miento–, y luego, para demostrarme su buena disposición hacia ti, agregan que “al final del día” agradecerás su llamada. Si esos empleados supieran cuánto odiabas expresiones como ésa, la sustituirían por otra menos peliculesca.
Satisfechos de su táctica, se muestran respetuosos, pacientes y luego repiten las preguntas: “¿Cuándo cree oportuno que lo llamemos?” “¿A qué hora volverá?” No quiero asustarlos. Les digo que lo ignoro, que en tu situación –tampoco especifico– es difícil precisarlo. Insisten y acabo pronunciando la palabra que tanto aborrezco y me duele: “Falleció”. Me contestan que no importa, para ellos ese no es un problema, llamarán más tarde. No mienten: lo hacen.
III
Como se acercan el Buen Fin y la Navidad, esta semana han llegado decenas de catálogos –en impecable papel couché y a cuatro colores– que ofrecen pantallas de plasma, automóviles con asientos de piel, cruceros por las islas griegas, un tour gastronómico por Masaryk, trajes de diseñador o de gala. Miro a los modelos que posaron para la publicidad y sólo de imaginarte con smoking granate o blanco me estremezco y me figuro cuánto te burlarías de esos atuendos.
Ya sólo me falta contarte que un corredor de bienes raíces vino a preguntarme si estaríamos interesados en venderle esta casa. Le dije que no. En vez de aceptar mi negativa, me habló de sus planes: construir sobre nuestro terreno un edificio de diez pisos y rentarnos un departamento en el primer “nivel” para que ya no tengamos que subir escaleras. Por quitármelo de encima le dije que iba a consultarlo contigo cuando regresaras de viaje. Me preguntó cuándo sería eso. Por primera vez le dije la verdad: “Con los eternos viajeros nunca se sabe”.