Sepelio en tiempos de COVID-19

Por:Mario Evaristo González Méndez

Eran cerca de las 7:00 de la noche. Estaba cenando en casa con mi familia cuando alguien llamó a la puerta. Salió mi madre, reconocí la voz de una vecina, pero no alcanzaba a escuchar lo que decía porque era un cuchicheo. 

 

Volvió mi mamá a la cocina y me dijo que necesitaban que fuéramos a rezar, pues había fallecido un hijo de la vecina. Le dije que sí, que nos avisaran cuando llegara el cuerpo a su casa para que fuéramos, pues su hijo había fallecido en un hospital fuera de nuestro pueblo. Mi mamá salió a ponerse de acuerdo con la vecina y volvió al comedor. Me platicó que el hijo de esta mujer estuvo internado cerca de tres semanas, presuntamente por un malestar en sus pulmones; tuvo un accidente de trabajo y, al parecer, se dañó un pulmón, lo que ocasionó que comenzara a tener problemas respiratorios que no atendió a la brevedad sino hasta que su situación se agravó y tuvo que ser hospitalizado en un nosocomio de Xalapa.

 

Los rumores en la colonia decían que el señor estaba enfermo de Covid. La vecina, que tenía cierta amistad con mi mamá, le comentó que los vecinos de su cuadra incluso comenzaron a discriminar a su familia y que no tenían ayuda de nadie para sobrellevar la situación.

 

En esa plática estábamos cuando la vecina llamó de nuevo a la puerta para avisar que ya no iban a traer el cuerpo de su hijo a su casa; el personal de la funeraria que se encargó del traslado les dijo que tenían órdenes de enterrar al difunto de inmediato, así que llegarían directamente al cementerio para la sepultura, eran cerca de las 9:00 p.m. Pedía que la acompañáramos al cementerio para rezar lo propio de nuestra fe católica por los fieles difuntos; acepté, no sin haber pasado por mi cabeza la duda por la situación de riesgo que implicaba, pero hay principios y valores que creo superiores al resguardo de mi salud, tan efímera como la propia vida.

 

Cerca de las 11:00 de la noche, la vecina avisó que ya estaba el cuerpo de su hijo en el cementerio. Salí de casa y junto con su familia nos dirigimos a aquél lugar que recibe a sus silenciosos huéspedes con esta frase en el frontispicio: ¡Postraos, aquí le eternidad empieza y es polvo vil la mundanal grandeza!

 

La imagen que nos recibió en la entrada del panteón, me sobrecogió: allí estaba la carroza fúnebre, resguardada por personal de la funeraria, quienes vestían el traje de protección biológica, cubrebocas, caretas y guantes. La escena era iluminada por la débil luz de una lámpara del alumbrado público. Ya estaban ahí reunidas algunas personas, supongo que familiares y amigos del difunto. Al llegar, cubrieron a la madre con abrazos y no tardó en desbordarse en llanto y quejidos por el hijo muerto.

 

La señora habló con uno de aquellos hombres de traje blanco y le permitieron acercarse al cristal de la carroza para mirar el ataúd que resguardaba el cadáver de aquél hijo que no volvió a mirar. Lloraba desconsolada y se lamentaba no haber podido estar con él en sus últimos momentos, no haber podido abrazarlo por última vez, no haber podido despedirse. Y continuamente gritaba el nombre de su primogénito. Recordé el pasaje bíblico: «¡Escuchad! En Ramá se oyen lamentos, llantos de amargura: es Raquel que llora a sus hijos; no quiere ser consolada, porque ya no existen» (Jer 31,15).

 

Así transcurrió el tiempo, rezamos el rosario por el eterno descanso de este hijo y padre de familia que dejó a una mujer en viudez y a tres pequeños en la orfandad. Esperamos casi dos horas en la entrada del cementerio en lo que concluían la gaveta para la sepultura, además la esposa del difunto aún no llegaba, pues fue necesario tramitar a esa hora los permisos municipales para el sepelio.

 

Alrededor de la 1:00 de la mañana, estuvo todo dispuesto para ingresar al cementerio y proceder a dar cristiana sepultura al cuerpo que ya reposaba en un sencillo ataúd de madera, color gris y al cual se aferraron los familiares, pese a la advertencia del personal funerario de no acercarse. 

 

Para algunos aquél hombre fue digno de aprecio, para otros quizá sólo era un conocido, para muchos más pasó inadvertida su existencia; sin embargo, ahora es una víctima de esta situación dolorosa que se prolonga en la pena de su familia. 

 

Después de haber presenciado esta situación extraordinaria, de la cual guardo imágenes, gestos, palabras y sentimientos, no queda más que compartir en la pobreza de estas letras el deseo de que la pandemia cese pronto, que los muertos sean cada vez menos y que la tristeza que ahora habita en muchos hogares pronto sea asumida con gratitud por la vida compartida.