Piedad: la belleza del dolor

Por:Mario Evaristo González Méndez

El término «piedad» proviene etimológicamente del latín pietas,-atis que refiere al sentimiento que impulsa a cumplir todos los deberes para con los dioses, los padres, los parientes, los amigos o la patria. 

En la literatura filosófica y teológica, el concepto de piedad ha sido construido con diversos matices, según se consideren su origen y su objeto. Por ejemplo, Cicerón afirmaba: “Est pietas justitia adversum deos”, es decir: “La piedad es dar a los dioses lo que les es debido”; lo que responde al sentido de respeto y veneración hacia los dioses. 

Sin embargo, también se aplica para indicar el sentimiento de compasión ante quienes sufren alguna desgracia. En la actualidad, incluso, se usa en sentido peyorativo, para señalar actitudes o personas que se juzgan de excesivamente devotas. Para efectos de estas líneas, propongo un acercamiento a la piedad como don y virtud. 

La piedad, en la teología cristiana católica, es un don, expresión de la gracia divina que permite a cada mujer y a cada hombre reconocer a Dios como Padre y a cada persona como un hermano, de tal modo que sana el corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios y para con los hermanos.

El don de piedad es una posibilidad humana, pero sólo es realidad encarnada cuando nos mostramos abiertos a vivir la ternura, que es la capacidad de renovar el amor hacia los demás, por ello implica el perdón, la comprensión, la paciencia y la aceptación; el don concedido, se proyecta en virtud cultivada.

Sugiero traer a la imaginación el grupo escultórico de La Piedad, encargada por el cardenal Saint Denis al escultor florentino Miguel Ángel Buonarroti, en 1498. La obra, esculpida en mármol de Carrara, es una representación del dolor de la Virgen María al sostener entre sus brazos el cuerpo de Jesús tras ser bajado de la cruz.

Ser piadoso es manifestación de la grandeza humana, pues trasciende la experiencia de lo sensible develando el misterio de lo espiritual: una madre que ha perdido a un hijo, en una situación profundamente traumática, no renuncia a su dolor, no lo reprime, lo manifiesta; pero el amor en que se permite habitar le infunde tal valor que, al sostener entre sus brazos al hijo muerto, le contempla en el silencio que ilumina, que da paz, que sin explicación lleva a aceptar la muerte, descubre que ahí mismo está germinando la Vida.

El drama de la existencia humana puede ser terrible y, quizá en estos momentos, hallamos imágenes cruentas sobre el dolor y la miseria en el mundo; pero es en medio de esta crisis, cuando las calles de la ciudad o las veredas del campo reciben gozosas los pies de mujeres y hombres piadosos que, pese a toda oscuridad, se saben amados y tejen con valor la revolución de la ternura.

Frente al dolor y el sufrimiento cada cual decide: cosechar lo que la maldad de otros ha sembrado en ti, o cultivar la belleza que te habita, renunciando al rencor, la amargura y la impaciencia.