Dolores de espalda
Por: Hugo Gaytán
El pasado
Para exorcizar al demonio, debemos nombrarlo. En días pasados, me ha dolido la espalda, menos perceptible ha sido el dolor en el cuello. Sigo aquí, con alguna queja, pero sigo. Pero hay otro dolor que se esconde. Quizás es el cuerpo más las heridas del pasado que no alcanzan a cerrar. Respiraré por un momento.
Son las tres, casi las cuatro de la tarde. Estoy a siete kilómetros de casa. Mamá carga algunas cubetas; en aquel momento me parecían gigantes… yo no tenía ni 10 años. Caminamos con constancia aquella ruta de piedras pequeñas amarillentas. Las cubetas, con su agarradera marrón, marcan las manos. No es lo suficiente para detenernos. Hay voluntad. Pasamos aproximadamente el primer kilómetro y encontramos sombra. Una gota de esperanza nos toca, pero no viene la calma, porque esta tormenta nunca calma.
Pronto dan las cuatro… esto ni siquiera marca la cronología del camino. No es la primera vez ni la última que recorro estos pasajes. Ahora ya es solo el sabor, no sé si volverá a pasar.
Avanzamos, ya estamos a mitad del camino. La pasión me envuelve y empiezo a gritar: ¿¡por qué!? ¡No quiero más! No quiero caminar más ni quiero cargar más estas pesadas cubetas, las que en días siguientes serían vendidas entre los vecinos del pueblo… En realidad, no percibía que mi madre cargaba más del doble que yo y que sufría el paso más del doble… Más bien, toda su vida había sido igual. Pero mis reclamos no terminarían ahí. Sin conciencia de aquel tiempo ni de la circunstancia, yo no veía su cara, solo veía mis manos y mi sudor y mi cansancio. ¿Pero mamá no sentía? Parece que cuando uno es niño se vive con cierta indiferencia… o algo de ingenuidad e inocencia: parece que las madres no se cansan.
El presente
Recuerdo ese pasado y me aventuro a decir, como Žižek, que la realidad supera la ficción. Ese telón que se abre para representar el acto no es suficiente como para volver a aquellos pasos bajo el sol y la lluvia. Ahora estoy en este lugar sentado, leyendo y releyendo lo escrito con mediana sonrisa y melancolía.
Ahora he encontrado suficiente justificación para referirme a aquel recuerdo. Y no lo habría encontrado sin el proceso del mediano autoconocimiento. En realidad, parte de esto empezó con el estudio de la pedagogía. Solo fue el comienzo. Un comienzo, a mi parecer, superficial. Noté las implicaciones sociales a nivel educativo sobre las desigualdades, que eran muy culpables de aquellos caminares constantes por la ruta que se desprende del kilómetro 185, que conecta con el estado de Veracruz, pero de ninguna manera era suficiente motivo para seguir con este proceso universitario.
En ese pasaje se sienten las consecuencias de la sociabilidad muy bien descrita por los sociólogos. De cierta forma, mis grupos de amigos determinaron parte de este proceso de consciencia, aunque yo mismo delinee un camino propio con presumible autonomía. Pero digo “de cierta forma”, porque no solo los grupos, sino la vida misma, “el pasado incorporado” y el “contexto” –como retrata Bernard Lahire– se han puesto en mí para seguir en este nuevo andar.
¿Hay, sin embargo, en este presente, preocupación? Sí, hay preocupación. ¿Hay compromiso? Sí, también lo hay. Distanciarse, como lo dice Elias, no es un proceso expedito porque la vida académica tiene su propia naturaleza. Se forman grupos que defienden ideas, que atraen y repelen, que siempre están en una lucha, donde el peor error, al menos en el tiempo que le pertenecerá al futuro, es desprenderse del compromiso social. Hay, pues, mucho qué decir en las ciencias sociales y a esto le llamo nombrar al demonio: los problemas que están y que no se van, las desigualdades, la pobreza siempre hereditaria de unas generaciones a otras, de unas familias a otras, la violencia, la indiferencia y el robo de conciencia prima de la apatía, son todos ellos magnos demonios que vagan en los pasillos de nuestra sociedad.
Como hay muchas formas de organizarse contra tales demonios, heme en este espacio que carece de luz, pero que se desborda de imaginación para pensar: ¿qué se puede hacer desde este lugar, desde lo que llama un amigo “la sobrevalorada academia”? Por lo menos resta el suficiente optimismo que, sobrevalorado o no, confía en la academia como una vía, como una alternativa, sí, nunca suficiente.
El futuro
El futuro se alimenta del presente. Hasta el 2018, más del 49% de la población mexicana se ubicaba en situación de pobreza (alrededor de 52.4 millones de personas), según datos del CONEVAL (https://www.coneval.org.mx/Medicion/Paginas/PobrezaInicio.aspx), de las cuales más de 9 millones de personas estaban en pobreza extrema. El futuro pinta su flaqueza y una herencia devastadora. Algo similar depara a mi pensamiento: su inevitable evanescencia, aunque la memoria y el dolor siempre convivan, como lo han ejemplificado los párrafos anteriores. Ahora ya sabemos que, de ninguna manera, los números igualan el dolor: el dolor más bien marca el sentido exponencial del número.
De cualquier manera, no es menor el intento exorcizante. Si el demonio no se va, por lo menos se observa en el desahogo. Pero si siempre se vive con dolor, como diría Schopenhauer, ¿por qué se vive? Porque, como lo asumiría Victor Frankl, se encuentra algún motivo que le da sentido a mi voluntad de vivir. Los amplios o reducidos cotos de felicidad me mantienen haciendo lo que hago. Y haya o no haya felicidad, hay satisfacción, que no es cosa menor. Porque el trabajo académico sobre lo que preocupa es mixto, a veces contradictorio, y creo que así seguirá siendo: algo de distanciamiento sin dejar el compromiso; algo de estar con los de acá, pero aprender con los de allá; algo de memoria, algo de recuerdo de que pase lo que pase, y sienta lo que sienta, la realidad está allá afuera.
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