Entre el Cielo y el Infierno Parte final
Por: Mario Evaristo González Méndez
¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz!
Encontramos esa exclamación en el texto bíblico de Isaías (Cap. 52), quien ha sido para Israel el mayor de sus profetas (después de Moisés), gran poeta y un clásico de la literatura judeocristiana por la elegancia, estilo y vitalidad de sus escritos. Sin duda, tiene un lugar preponderante para los creyentes, pero la genialidad literaria plasmada en esta obra es suficiente para considerarla entre las lecturas más exquisitas, sin importar que el lector se defina sin interés religioso.
Leyendo a Isaías y enterándome de vidas similares, creo que el profeta no se asume a sí mismo como tal, pero siempre hay una situación que lo lleva a hacerse consciente de aquello a lo que ha sido llamado y el alcance de la respuesta que ha dado. La esencia del profeta no son las premoniciones catastróficas o las espectaculares sanaciones (según la creencia popular) sino una vida que ha sido tocada por el Amor, la persona se descubre amando y amada.
El amor es la fuente donde el profeta sacia su sed. Es el amor la motivación para denunciar la injustica y anunciar la paz. ¿No son éstas, necesidades sentidas desde hace muchos años en nuestra patria, en el mundo? ¿Será acaso que las mujeres y hombres de este tiempo no merecen profecía? ¿O se hallará la profecía silenciada en alguna fosa clandestina o bajo los escombros de una zona en guerra? ¿Será posible que haya sido reclutada por criminales, prostituida entre luces de neón y narcóticos o privatizada por el mercado de lo efímero? Quizá la profecía esté muriendo porque la fuente comienza secarse ¿será posible que el amor esté en agonía? ¡Sería una tragedia! Menos mal que es hipótesis nula, pues el amor, en esencia, es eterno.
Si la fuente permanece, entonces no fenecerán de sed los profetas ni cederá la profecía su lugar a sofismas. Pero, ¿dónde se hallan estos locos que confunden al tirano y animan la esperanza del oprimido? Habitan entre nosotros, su presencia es tan distinta que nos resulta más seguro ignorarla. Su vida interpela nuestras razones y su silencio nos resulta sospechoso; sus manos se ocupan en paciente obra y sus pasos prefieren el riesgo de nuevos caminos. Son hombres y mujeres, de quienes no importan edad, procedencia ni oficio, porque el amor que los ha sorprendido es infinitamente superior a ellos, tanto que sabiendo sus debilidades y queriendo resistirse, terminan cediendo a la seducción del bien que los llama.
Los profetas llevan en su voz y encarnan en su vida lo que el pueblo necesita. Hoy su reclamo de justicia se hace pleno en el perdón que, sin excusar el crimen ni exonerar su pena, libera al criminal y sana a la víctima; el anuncio de paz grita en el cuidado cotidiano de los otros y del medio. La profecía está latente en el anhelo que no hemos saciado a pesar de la sobreproducción de estímulos. La profecía reclama hogar, compasión, escucha y compañía. La profecía de los «cielos nuevos y tierra nueva» (que los perezosos califican de ingenua utopía), demanda nuestra voz para ser Palabra y nuestra carne para hacerse Vida.
Entre el cielo y el infierno no se halla el purgatorio funesto. Entre el cielo y el infierno, se encuentra cada hombre y cada mujer de cara al amor. Y como esta fuente es eterna y personal, no cabe definirla, sin embargo, creo que el amor es un misterio, una realidad que supera la comprensión humana y trasciende las condiciones del mundo, sin desentenderse de ellas; es una experiencia que concierne a cada hombre y mujer y le exige una respuesta incondicional. Quien ama sabe que sólo el amor basta y no hay razón ni discurso capaz de aprehenderlo, quizá por eso a los amantes primero los juzgan de locos y sólo unos pocos y acaso después de su muerte los reconocen como profetas.
Qué tus pies sean hermosos por la paz que construyes a tu paso y qué no falte el coraje para denunciar la injusticia. Por ti, por nosotros: ¡no renunciemos a amar!