La casa del abuelo
Por: Hugo Gaytán
Pequeña casa a unos metros de la calle Carranza. Es, todavía, de barro, ahora vista desde la perspectiva de la muerte. Un día estuvo habitada por un montón de personitas que ya se han alejado de aquel recinto. Se llenaba porque de cualquier cosa se llenaba, pero su corpulencia diminuta no oponía resistencia a las visitas prematuras. Estaba acostumbrada a los ruidos, a los llantos, a los partos y también a los gritos, pero después se volvió calma y lo que en otro tiempo fueron pasos que forjaron el suelo, ahora eran silencios que forjaban su vacío.
El abuelo murió hace dos años alejado de todo aquel pasado. Llevaba en su presente los recuerdos de sus caminatas por la sierra de Oaxaca y tenía en su interior aquellos logros que lo tranquilizaban. La enfermedad lo abatió, pero sus últimas palabras no abatieron a sus hijos e hijas. Preveía la llegada y se cuidaba de ser lo que no fue; pero también resultaba tranquilo, como que se hubiera encontrado en algún momento a sí mismo (quizá la resignación sirve para eso). El asunto es que estaba, en sus últimos días, sentado con cierta calma y a veces con ciertos nervios, pero ya no preocupado como lo estuvo en sus días de menor edad.
La última vez que lo visité, estuve sentado en una silla cerca de donde dormía. Apenas y comía, pero su charla era ligera. Su flaqueza se empezaba a notar y se le notaba expectante. Casi no convivimos, el tiempo ni las circunstancias lo permitieron. Él era vendedor de paletas en las calles de Matías Romero. Andaba “para arriba y para abajo”, porque las calles así lo imponen. Y su andar lo mantenía vivo. Hasta que cayó enfermo y apenas se podía levantar, apenas y andaba “para arriba” y con facilidad se iba para abajo, donde la cama lo sostenía.
Se fue. Pero no se fue la casa. Y la casa de al lado ni las del otro lado. Se quedó viva todavía, con los colores casi iguales a los que empezó; uno color café ligero al que se le notan los huesos, sus columnas, la espalda, como la que empezaba a tener mi abuelo a partir de su enfermedad. La casa se quedó y con ella el pasado; un pasado que tuvo presentes dolorosos y que sus futuros no fueron tan diferentes, pero que, es válido y justo decir, mejoraron. Tampoco para todos. Algunos, aunque no viven como en la casa de mi abuelo, pequeña y cálida, no la pasan tan bien aun teniendo más vida y espacio que él; las casas son amplias y frías, y luego la distancia hace más frío aquellos vacíos que ya no se llenan con nada, ni con los silencios.
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