Ni una última mirada

Por: Mireya Hernández

recuerdo sus ojitos, aquellas esmeraldas dulces, que se apagaron la semana pasada, y que desgraciadamente, ya no volveré a ver brillar cuando haga una travesura, porque ya no es el mismo que tomé entre mis brazos por primera vez hace trece años, cuando todavía tenía apariencia humana.

No puedo creer que se haya ido, no quiero aceptar que ya se fue, no sé porque se fue.

Él era un niño tranquilo, no le hacía daño a nadie, pero al final se convirtió en un objeto más, que dejó de tener vida, para ponerle la etiqueta de precio.

Me siento completamente vacía. Mi vida ya no tiene sentido. Él ya no es el mismo, yo ya no soy la misma. Ya no me importa nada, ya no me importa nadie. Cuando ellos me lo quitaron, me lo quitaron todo.

No puedo recordar su cuerpecito, sin que me consuma la rabia. Pensar en que nunca sabré como reconstruir lo que queda de él y encontrar aquello que le arrebataron sin pedirle permiso, me está matando poco a poco.

Si te preguntas que es lo que siente alguien en la misma situación que yo, la respuesta es: no hay palabras para describirlo, y al menos en mi caso, ya no tengo ánimos para buscarlas.

Si me dijeran que hay una solución para dejar de sufrir, yo les diría que me están mintiendo, `porque él ya no está conmigo.

No quiero imaginar lo que mi niño sintió en aquel horrible momento, y desear con el alma ser yo y no él la que estuviera en aquel ataúd, es lo que me está volviendo loca.

Podría pedir cualquier forma de apagar mi vida, pero indudablemente, aquella no estaría entre mis opciones, porque sería la única para la que no me pedirían permiso.

No pedía nada, les juro que no pedía nada, más que poder ser la última persona que él viera cuando cerrara mis ojos, mientras tomara sus manitas entre las mías, y me dijera –mamá, te amo. Entonces finalmente yo, sería trasladada en ese ataúd.

—hijo, te amo. Le dije cuando acepté mi realidad, y caminé a su lado en aquel ataúd.

Pero las cosas no terminan aquí…

Fin.