Mujer rural, orgullo y vergüenza nacional
Mario Evaristo González Méndez
Desde 2008, la ONU conmemora cada 15 de octubre el Día internacional de las mujeres rurales, con el fin de reconocer la contribución que ellas realizan para el desarrollo de nuestras comunidades. Según datos del INEGI (2016), en México poco más de 13 millones de mujeres habitan en zonas rurales.
De acuerdo con el informe Situación general de las mujeres rurales e indígenas en México (2017), el perfil de la mujer rural mexicana es una joven de 23 años, que ha cursado hasta el cuarto grado de educación primaria y que dedica entre 40 y 48 horas semanales al trabajo agrícola, sin percibir un salario ni ser propietaria de la tierra que cultiva, a pesar de que el sector representa el 29% de la fuerza laboral del país.
Lo anterior implica que son un sector vulnerable al no acceder al sistema de seguridad social que garantice el derecho a la salud, a la vivienda, al trabajo digno y remunerado, esto impacta en detrimento de su calidad de vida. Además, son víctimas de discriminación, racismo, explotación y violencia.
La mujer rural ha sido el rostro emblemático de la mexicanidad, es la madre venerada por su abnegación y capacidad de resiliencia, es la mujer celebrada en el discurso y reconocida para efectos mediáticos de la tradición y costumbre; pero es también la mujer ignorada, burlada y menospreciada cotidianamente por su aspecto rústico y sus formas carentes de urbanidad.
Tantos proyectos políticos, culturales y educativos han dirigido su atención a este sector, ¿cuál ha sido el resultado? Los ha habido, sin duda, pero la gran mayoría intervienen en el medio rural con pretensión colonizadora, subyace en el político o investigador un espíritu de superioridad que le impide situarse para aprender y dejarse confrontar por esa realidad que invita a repensar la concepción que se tiene de sí mismo, de su relación con los demás y con el ecosistema.
Las mujeres rurales e indígenas, en México y Latinoamérica, encabezan la resistencia contra proyectos extractivos que destruyen la biodiversidad, contra una cultura de descarte, violencia y muerte, algunas incluso han pagado con su vida el precio de decir su palabra y ser portavoz de las denuncias comunitarias.
La gran mayoría de las familias mexicanas tenemos la raíz en el vientre de una campesina; los relatos de las madres y abuelas que emigraron del campo a la ciudad o que permanecen en las rancherías o poblados rurales, nos ayudan a reconstruir la memoria y resignificar la identidad para hacernos solidarios y ser justos con esas mujeres que venden sus verduras, frutas y alimentos alrededor de los mercados; esas mujeres que comparten su maternidad para cuidar a los hijos de la “señora y el señor”; esas mujeres de manos encallecidas que lavan ropa ajena; esas mujeres de fe sencilla y honesta.
La mujer rural es orgullo nacional por cuanto significa su contribución al desarrollo de la sociedad en el seno de las familias y de las comunidades, su peculiar feminidad embellece la cultura mexicana; sin embargo, existen condiciones políticas, culturales e ideológicas, alimentadas por el neoliberalismo globalizante, que inhiben la participación efectiva de la mujer rural en la vida pública, tal parece que conviene la permanencia y reproducción de la vulnerabilidad de las mujeres rurales.
Mientras son peras o son manzanas, cuidemos que la conducta propia sea fraterna con estas mujeres, compremos sus productos sin regatear, paguemos lo justo por su trabajo y erradiquemos los prejuicios que nos hacen situarnos como superiores a ellas. Nuestra herencia genética y cultural nos permite reconocernos con igual dignidad; escuchemos las historias de vida de madres y abuelas rurales, valoremos y aprendamos lo que saben. Nadie queda exento de este deber, a menos que no tenga madre o abuela.