El loco, el ebrio y el hombre de paso

Por: Hugo Gaytán*

Iba en la vida como si ésta fuera intrascendente y como si fuera un insensible de lo mundano. Lo único que le resultaba amable era el oído que lo atendía cada vez que reía. Como que escuchaba una voz y pronto notaba que era la suya. El loco era impredecible para sus desconocidos, pero predecible para el narrador de la historia; reía y se volvía a sí mismo, apenado, mientras al corto tiempo levantaba nuevamente la cabeza sonriendo. Un día se encontró a un hombre ebrio en los barrios de una ciudad muy poblada y abatida por el ruido y las alcantarillas sin filtro. Empezaron a conversar como pudieron, porque el loco confundía la voz del ebrio con la suya y el ebrio apenas escuchaba al loco al beber sorbos pequeños de alcohol de caña.

El loco le decía al ebrio que tenía un amigo que lo acompañaba a todos lados. Lo acompañaba a la cama, a los sueños y las calles ruidosas de la ciudad. El ebrio, con poca consternación, le decía que él también había andado por ahí y reía y el loco reía y los dos reían. Duraban varios minutos así, hasta que se recuperaban y de nuevo tomaban la conversación. El ebrio contaba que una vez fue niño y cuando era niño jugaba con los niños de su barrio y se golpeaban con gomas de mascar, las cuales compraban en una de las tiendas pequeñas cerca de donde vivían.

El loco revelaba que una vez mascó una goma de esas e hizo una burbuja grande, grande, hasta que reventó y se transformó en el hombre de goma: los dos volvieron a reír. Conversaban más con risas que con palabras, mientras pasaba un hombre de aspecto serio y común. Éste no notaba la locura del loco, aunque sí respiraba el aliento alcohólico del ebrio. El loco y el ebrio no lo esperaban, pero el personaje se acercó y preguntó al loco: “oye, ¿qué haces con este emborrachado?”. El loco copió la misma postura, actuó y respondió firmemente: “platicamos y reímos”. “¿Te das cuenta que está ebrio?”, continuó aquél hombre.

–No. Hace tiempo que no sé qué es estar ebrio ni qué es estar sobrio. Hace tiempo que ando perdido y no sé a dónde voy. Hoy, por el contrario, he encontrado un lugar donde he querido quedarme y donde, si usted me permite decírselo con toda la franqueza que no había recuperado desde hace algunos años porque mi madre no me dijo dónde la había dejado y mis amigos se la llevaron cuando supieron que ya tenía otro amigo que me abraza cada vez que llueve y las lágrimas quieren caer, me siento como en casa. No como la de mi infancia, no como la del sueño que tuve ayer que, por cierto, fue horrendo, porque conocí personas que usan el cabello corto y la tristeza y amargura larga; no, así no. Me siento como en casa porque hoy será el último día que estaré… Y como sé que hoy será el último día, siento ganas de decir en el calor del hogar, con el poco que comparte el calentador automático y un poco de la suave almohada que me compré después de mi quinto empleo, que estoy sin quererme arrancar de aquí.

Y este ser al que le dices ebrio, ¿qué tiene de particular? Tal vez tratabas de decir que él y yo nos parecemos, porque no hacemos caso a lo que pasa allá afuera de nuestra casa. Nos parecemos a la niña que va sostenida del brazo de su madre, con esas manos pequeñas y una vida que todavía se contempla; y nos parecemos a ti, que no queriéndolo, estás un poco loco y un poco ebrio.

¿Pero es que no te has visto? Tan perspicaz y con los pasos anchos no has llegado muy lejos. Has llegado aquí, a la tierra de este loco, diagnosticado hace diez u once años por el psiquiatra de la ciudad. ¿Qué ha pasado de él? Ha muerto. ¿Por qué murió? Eso no me lo preguntes. Ni él supo. Él no estaba loco, pero sabía lo que era la locura. Nunca me la definió, pero me dijo que yo la poseía. A partir de ahí he sido un loco que a veces come y a veces nada más no, así como tú. Así como tú que andas y te acercas con curiosidad a ver qué encuentras. Y mira, nos has encontrado a nosotros, divirtiéndonos con nuestras voces, así como tú.

“Bueno, sí. Yo estoy loco”, le dije, “Pero ¿usted cómo sabe?, ¿ha estado alguna vez loco?”. No, no lo había estado y yo, al fin, estaba loco. Y sabes qué, desde ese día mi vida ha sido propia. Confié en mí y en mi locura, la que me diagnóstico el psiquiatra. Porque, ¿por qué no hacerlo? Somos tan especiales que nos han dedicado edificios encerrados para que la gente no nos vea ni nos toque ni nos sienta, a diferencia de aquellos enfermos que conviven en los hospitales habituales transfiriéndose las tristezas y las esperanzas, así, tan simples y comunes como tú…

¿Ya te conté de él…? Sí, sí, del psiquiatra. Es alto, con los pelos un poco separados de la cabeza y con un humor desgraciado. ¿Crees en la otra vida? Pues yo creo que él allá estaba loco, lo diagnostiqué luego de verle acaecido por mi rareza al salir del consultorio… ¿Y el ebrio?… No, él no está loco, pero no se ha encontrado acá cómodo así nomás –o quiero decir, allá entre el humo y las avenidas, en el control del tiempo y en las jornadas amplias de hacer y deshacer sin encontrar algo más que lo que es menos fructuoso de la vida. ¿Qué me vienes a decir del ebrio? Alguna vez fui ebrio. Tomaba litros y litros de ron hasta que desmayaba por algunos días. Volvía en sí, me asqueaba y a la próxima vez, recuperado, estaba extrañándolo como la primera vez que pasamos juntos a un lado de la música a todo volumen, aunque se enojara la vecina del 28.

¿Tú sabes por qué uno se encuentra aquí, como loco y como ebrio? Creo que lo sabes y lo diré como si lo dijeras tú. Porque el…

–¡Silencio! –Dijo el hombre de paso–. Silencio. Has hablado mucho sin que yo te lo haya pedido y te he escuchado con toda paciencia, pero ¡ya basta! ¡Hice una pregunta a un loco! ¡Por dios! ¡Qué estoy haciendo! ¿Yo hablando con un loco y un ebrio? –Se reclamó–. No. Esto no puede ser. Te has equivocado porque estás loco. Los locos hablan con la imaginación, nunca con la realidad.

–¿Lo escuchaste? –Se dirigía el loco al ebrio.

El ebrio, mientras se tambaleaba, se alistaba para decir unas palabras. Entonces pronunció con algo más que un poco de descoordinación acertada:

–Escuchen ambos lo que les diré. Escuchen, porque será la última vez que escucharán la voz de la verdad y nada más que la verdad. Ustedes sufren el ruido… como yo. Tú y tú –señalaba al loco y al hombre común– padecen la vida como yo… Usted y tú sufren de la contami…ción, como yo… Pero díganme… ¿quién nos sufre a nosotros? Esos de allá. ¿Y quiénes son esos? El ensor… ensor-de-ce-dor-ruido. Allá donde se presume de la buena vida, allá donde se presume de la comodidad. Allá donde se presume de todo… ¿y nosotros qué presumimos? ¡Nosotros no presumimos nada! ¡Nada! Nada. Porque hemos perdido aquella dis-ca-pa-ci-dad. Yo bebo esto… lo saboreo –se pasaba la mano sobre la boca para quitarse la baba con un cálculo aproximado y una fuerza desmedida y continuaba– y soy feliz. Hace tiempo que estoy muerto porque ya no ando entre aquellos, en esos carros y en esas calles. Pero también quiero acusar que ellos andan muertos entre ellos, andan paralizados en el día y en la noche ya no hay cómo andar. En cambio, yo rondo aquí entre la suciedad y el cansancio y un poco mareado, porque este mundo no deja de girar esté sucio o limpio, esté así ebrio o así con esas ropas lisas que llevas. Ya nada importa, porque yo a nadie le importo. Voy a morir mañana en algún basurero y será igual… Las calles, el ruido, la suciedad y una limpieza y orden un poco hipó…hipócritras, falsos, simulados…  

–Lo mismo es de mí –interrumpió el loco–. El loco es arrinconado como si no fuera suficiente estar loco. Y no es que odie la locura, es que es suficiente poseerla o, quiero arreglar, ser poseído por ella. Algunos se preocupan por su hogar, yo solo me preocupo por no dejar de estar loco. Yo no quiero volver allá donde todos están robotizados, trabajan como máquinas realizando siempre los mismos movimientos o, mejor compongo, realizando nada ¿y para qué? ¿Para tener dinero y comodidad? ¿Y para qué? Si aquí también tengo comodidad. Además, allá la comodidad la disfrutan de forma tan desigual que vale más ser ese loco y ebrio despreciables que ser un autómata. ¿Quieres que dé gracias? No. ¿A quién? ¡No! yo no daré gracias porque aún sigo vivo. Daré gracias, si acaso, a mi acompañante, que no está y me habla y dice estupideces que me hacen soltar carcajadas mientras todos los paseantes de banquetas, cuando son como a las tres de la tarde y el sol quema insoportablemente, me miran con las caras serias robotizadas. Y eso es mucho. Porque aquí no estamos para dar gracias. Quién sabe para qué estamos aquí y… ¿es importante saber? No lo sé. Y no me importa. Porque estamos locos. Y a los locos y a los ebrios no se nos toma en serio. Pero, a ver, cuéntanos, tú que andas con los sentidos bien vivos y los pasos bien definidos, ¿por qué estamos aquí, por qué escuchas a un ebrio y a un loco, por qué no te has ido?

El hombre cambió la seriedad por algo más que confusión y se colocó pensativo en razón a lo escuchado. Segundos después, los tres comenzaron a carcajear mientras se tomaban sus estómagos por sí mismos y las personas de la banqueta les rosaban su espacio al caminar. En un momento callaron, entonces el hombre de paso soltó su saco y éste cayó desordenado al piso junto con aquella seriedad que lo caracterizaba. El hombre advirtió un poco de polvo amontonado a un lado de la pared del edificio que les compartía sombra, se encorvó y se puso a contar algunos granos de arena: “1… 2… 3… 4… 5…”. Recuperó su posición recta y respiró suavemente; se le notaba una sonrisa ligera, apenas curveando los labios, y la mirada animada con dirección hacia afuera. Finalmente dijo: “esta casa es cálida y allá se es inconmovible. ¿Puedo acompañarlos por un tiempo más?”. Los tres se vieron expectantes y volvieron a reír.

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*Colaboración