La Pascua Cristiana: movilizar la esperanza.
Por Mario Evaristo González Méndez*
Durante esta semana, en todo el mundo, miles de cristianos (católicos y protestantes) celebran los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo, de ahí la denominación de Semana Santa o Semana Mayor. La corona de esta celebración es la noche del Sábado Santo, la Solemnidad de la Pascua, que nos invita a vivir en la auténtica libertad, que tiene como vehículo al amor. Condición nada sencilla, pero posible.
¿Qué importancia tiene esta celebración más allá del rito en los templos? Acercase a esta respuesta es el objetivo de estas
líneas, a las cuales se sumarán los comentarios de quienes se sirvan leerlo.
La fiesta de la Pascua (del hebrero, Pesaj: paso), tiene su origen en el pueblo hebreo. Sus formas y significados se fueron
modificando según la historia de Israel, asumido como el Pueblo de Dios. El sentido más profundo de esta fiesta era recordar
su liberación de la esclavitud en Egipto y renovar su identidad como pueblo elegido; el signo por excelencia era marcar la
puerta de la casa familiar con la sangre de un cordero, mismo que se servía en la cena, bajo un ritual que pasaba por recordar
y agradecer la presencia de Dios en la historia del pueblo.
El Cristianismo ha dado un nuevo sentido a esta fiesta. A partir de Cristo, la celebración es por el gozo de saberse liberados de la esclavitud del pecado y de la muerte, por mediación de la muerte y resurrección de Jesús, de tal modo que, quien confiesa su fe en Él tendrá vida eterna. El signo ahora es la sangre de Cristo (Cordero de Dios) derramada en la Cruz, de ahí que se afirme que no hay mayor amor que dar la vida por los demás.
Leído y escrito así suena a un relato acaso interesante, más bien cercano al mito, alejado del horizonte lógico de la razón humana. Sin embargo, al profundizar en el contenido, significado y sentido de la fe, la sorpresa es mayor: la pascua es el llamado a cada hombre y mujer a pasar del lamento y la espera angustiante de una vida mejor, a tomar el riesgo de movilizar la esperanza, es decir, ser sujetos de paz y vida en donde la violencia y la muerte parecen ser la única solución posible, ser protagonistas de una historia donde cada uno es amado, cada uno es querido, cada uno es necesario (Cfr. Benedicto XVI). La fe implica un acto intelectual de la persona, que es capaz de re-conocer en sí misma la verdad, la bondad y la belleza que lo habilitan para dirigir su conducta considerando el bien común. Por esto no es fácil llevar una vida de fe, pues ésta es ante todo movimiento, acción, y no sólo ideas, inferencias teóricas o ritos (Cfr. Newman, 1993).
Es lamentable que la fe se reduzca a ritualismo e ideologías que hacen parecer a la religión como el opio del pueblo; el problema no está en la doctrina de la religión cristiana católica romana, sino en las debilidades y necedades de quienes justifican sus vicios, delirios e indiferencia en un dios mágico, situado en las nubes, ante el cual no cabe la duda sino la sumisión irracional.
La fe es parte de la condición humana, se tiene confianza y se ama a alguien o a algo. Cada día, al iniciar su jornada, el hombre y la mujer ponen en juego su esperanza y confían en que todo irá mejor, es un impulso querer que todo marche bien. La fe ha sido y es el móvil de grandes obras de arte, de literatura, de música, de acciones solidarias que dignifican la vida de comunidades; pero tristemente también ha sido manipulada para agenciar guerra y destrucción.
Esta fiesta es importante para los cristianos católicos romanos, pues además del valor sacramental, nos recuerda el llamado de implicarnos en la vida social de nuestros pueblos: que unamos la devoción que se expresa en ramos, cruces y velas, con su significación en el acoger y acompañar la vida de los miles de hombres y mujeres que son victimas de la violencia, de la pobreza, de la injusticia y la criminalidad.
En nuestro país, en nuestros pueblos, esta fiesta de la Pascua, es el recordatorio de la urgencia de pasar de la lamentación y el miedo, al riesgo de movilizar la esperanza para recuperar la paz en nuestras comunidades, custodiar la vida de todas y todos, y cuidar nuestra Casa Común, la madre tierra. Que nuestra liturgia irradie su valor salvífico en las realidades temporales. Esto nos apremia a conocer y actuar según la Doctrina Social de la Iglesia.
Lo sacramental (signos de la presencia del Dios) de la fe es tal porque germina en la historia del hombre que, en comunidad, termina siendo la historia del pueblo. Así que, además del folclor propio de las tradiciones y costumbres de estos días, y la piedad popular, también hay un contenido de significados y sentido que es recomendable revisar.
En fin, a quienes ahora nos asumimos como cristianos católicos romanos, nos iría bien recordar que “la Tradición es la transmisión del fuego, no la adoración de las cenizas” (J. K. Chesterton). Volvamos a la fuente de todo, tantas veces como sea necesario.
*Colaboración